Donald Trump ha regresado a la Casa Blanca no porque los estadounidenses votaran por sus ideas, sino porque sucumbieron ante su magnetismo arrollador. Lo suyo fue el triunfo del personaje, más potente que cualquier programa de gobierno.
A sus seguidores no les importan sus contradicciones políticas. Trump ha defendido posturas diametralmente opuestas en temas cruciales: inicialmente apoyó el derecho al aborto, para luego convertirse en su firme opositor; prometió revolucionar la salud pública y, posteriormente, intentó desmantelar programas existentes sin ofrecer alternativas viables. En 2017 declaró a la revista The Economist su respaldo al libre comercio, mientras que ahora impulsa políticas abiertamente proteccionistas. A pesar de estos vuelcos ideológicos, su base de apoyo permanece incólume.
¿Qué tiene este hombre que genera tan poderosa adhesión entre sus seguidores? Para empezar, transmite una autenticidad que resulta seductora en tiempos de desconfianza institucionalizada. Mientras figuras políticas tradicionales se pierden en ambigüedades calculadas, Trump habla sin filtros, conectando directamente con ciudadanos hastiados de la corrección política —similar a lo que hacen líderes como Milei en Argentina o Bukele en El Salvador, cada uno en su contexto.
Su dominio del arte del espectáculo es insuperable. Antes de ser Presidente, Trump ya era una celebridad, protagonista de un reality show y maestro en capturar atención mediática. Las controversias constantes, publicaciones inflamatorias en su red social Truth Social y apodos despectivos a sus adversarios son parte de su talento innato para mantener el foco público en su figura, dominando el ciclo noticioso como pocos líderes contemporáneos.
El poder de persuasión de Trump tiene un componente aspiracional. A diferencia de políticos que intentan presentarse como “uno más”, Trump exhibe sin complejos su riqueza y éxito. Representa la versión amplificada del sueño americano: un hombre que hace lo que quiere, dice lo que piensa, y aun así (o precisamente por ello) alcanza las más altas esferas del poder. Para muchos estadounidenses de clase media y trabajadora, adherir a Trump es participar vicariamente de esa libertad y ese éxito.
Su capacidad para simplificar mensajes complejos en eslóganes memorables revela una comprensión aguda de la comunicación política moderna. Trump no ofrece planes detallados, sino promesas que activan sentimientos de orgullo, nostalgia y pertenencia. Cuando dice “Make America Great Again”, está capturando ansiedades económicas y culturales, en un relato de restauración nacional que resuena profundamente.
Sus seguidores admiten sin cuestionamientos decisiones que serían impensables con cualquier otro presidente, con lo que transforma lo absurdo en aceptable: decretó el aumento de la presión del agua en duchas nacionales alegando preocupación por su cabello; impuso aranceles a territorios remotos habitados solo por pingüinos, y reemplazó un magnolio bicentenario de la Casa Blanca con un árbol que llamó “MAGAnolia” —fusionando su eslogan “MAGA” con “magnolia”.
Lo más asombroso es cómo Trump ha cultivado la percepción de estar dotado de una autoridad incontrarrestable. Su fuerza magnética le permite enfrentarse a la justicia y desconocer sus fallos sin consecuencias políticas. Un ejemplo es el caso de Kilmar Ábrego García. Este residente legal del estado de Maryland fue deportado erróneamente y su repatriación fue negada por la administración Trump, a pesar de mandatos judiciales. Para sus seguidores, estas confrontaciones con la ley no representan una amenaza al Estado de Derecho, sino una respuesta necesaria contra instituciones que consideran ilegítimas.
Cuando un líder conecta visceralmente con los votantes, todo lo demás —programas, coherencia ideológica, incluso la verdad misma— se convierte en una consideración secundaria. Con Trump, Estados Unidos ha coronado a un espectáculo viviente que está redefiniendo las reglas de la política moderna. ¿Se trata de un fenómeno pasajero o estamos frente a una transformación de la democracia en la que el espectáculo y la personalidad prevalecerán sobre las ideas?
Pablo Halpern
Director del Centro de Reputación Corporativa ESE Business School, Universidad de los Andes