Un grandísimo escritor: eso fue Mario Vargas Llosa. Grandísimo en la novela, el ensayo y las columnas periodísticas, como también dando discursos, conversando y debatiendo públicamente. Tratándose del escritor peruano, este no tiene novelas buenas y otras malas; lo que todos tenemos es una mejor memoria de aquellas que continúan brillando por su excelencia. “Varguitas” —como algunos se refieren a él— es el diminutivo que hace mucho me atreví también a adoptar, desde luego en señal de afecto y no de minusvalía.
Solo en un caso no me embalé con alguna de sus novelas (“La guerra del fin del mundo”), de manera que, según recuerdo, paré por algunos días y volví a ella para descubrir una de sus obras más deslumbrantes. El autor solía decir que leer abría otros mundos, o sea, amplía lo que conocemos y, a la vez, registra de mejor manera la complejidad de esos mundos y de los personajes que pululan por las obras de ficción, que nunca han sido totalmente de ficción.
“Varguitas” —y permítanme seguir con ese trato— fue un liberal muy consecuente. Todos recordamos el discurso que dio en Santiago de Chile previo a nuestro plebiscito de 1988, y todos recordamos también sus frecuentes intervenciones contra las dictaduras de izquierda. Siempre ha resultado difícil ser liberal y, sobre todo, ser un liberal consecuente que no apoya, tolera ni calla ante una dictadura, sea del sector político que sea y cualquiera el pretexto para tomar el poder total y pasar por encima de las libertades.
Nadie está obligado a ser liberal, y cuando alguien se reconoce y declara como tal, además de ponerse una vara muy alta, no puede distinguir entre dictaduras buenas y dictaduras malas, o, simplemente, entre dictaduras y “dictablandas”, reservándose esta última denominación para las dictaduras de que algunos son o han sido partidarios.
Lo que mejor caracteriza a una dictadura es el atropello a las libertades, a todas ellas y no solo a la de tipo económico. Es más: ha habido dictaduras que suprimieron todas las libertades, menos la de tipo económico, entre las que se cuentan la de pensamiento, conciencia, expresión, prensa, religiosa, investigación científica, creación artística, movimiento, reunión, asociación, formación de partidos políticos y la ya mencionada libertad para emprender actividades económicas lícitas.
El liberalismo, que declara y protege todo ese conjunto de libertades, asume un compromiso con estas, lo mismo que hace la democracia como forma de gobierno, y es por eso que se habla de “democracia liberal”. Pero ya sabemos que tratándose del liberalismo, como también de otras doctrinas, lo que existen son liberalismos —así, en plural—, todos ellos con raíz en el liberalismo clásico —digamos preferentemente Adam Smith y David Hume—, y que, con el correr de los siglos, fueron adoptando otras versiones y aplicaciones de esa doctrina o dieron mayor énfasis a uno u otro aspecto de ella.
Tengo la convicción de que nuestro gran escritor recientemente fallecido terminó inclinándose por una de tales versiones y aplicaciones —el “neoliberalismo”—, dando aquí a esa palabra una intención descriptiva y no peyorativa. Así como el liberalismo tiene historia, también la tienen el neoliberalismo (se remonta a 1938) y otras ramas del tronco liberal. Y si algunos están hablando ahora de “libertarismo”, es porque la expresión “neoliberalismo” ha tomado con fuerza ese sentido peyorativo al que aludimos. Me refiero no al sentido descriptivo que señalamos aquí, sino al neoliberalismo como depósito de casi todos los males de la sociedad contemporánea.
Se puede ser liberal y no neoliberal, si bien el pensamiento de “Varguitas” correspondió finalmente a esa determinada versión de la doctrina liberal.