Hay desgracias que duelen más con el tiempo que el día en que ocurren, porque ese día se movilizan nuestras defensas, para protegernos. Con el tiempo estas aflojan y la desgracia nos invade sin contrapeso.
Es lo que me va pasando con la partida de Mario Vargas Llosa. Es enorme el vacío que deja este hombre complejo, como lo es cualquier gran novelista, pero llano, cariñoso, de inmensa humanidad. Claro que me sobrecoge la muerte del Santo Padre. Pero me permito por el momento seguir reflexionando sobre Vargas Llosa.
Tenía él una singular pasión por las utopías. Pero a la vez, las sabía ilusas y peligrosas. Era un amante de las novelas de caballería. Pero con un toque, creo yo, afín al de Cervantes, que en el Quijote las satiriza. Inmenso afecto por el caballero andante, entonces, pero humor para reírse de sus locuras. En el Quijote, reírse de que su héroe creyera que la bacía de un barbero era el yelmo de Mambrino. Pero a la vez admirarlo por tener tanto arrojo imaginativo, tanta capacidad para crear una ficción que suplante la pobre realidad de una mera bacía. Y con esa postura Vargas Llosa, como Cervantes, creo que se reía también de su propio caballero andante interior, o sea de sí mismo, con un humor que lo mantenía siempre humilde. A diferencia de tantos otros hombres brillantes, nunca lo vi jactarse de nada.
Es en esa doble mirada imaginativa y realista que se sitúan sus novelas. Él decía que la ficción nos abre a una vida alternativa, una distinta a nuestra limitada vida real. Pero a la vez decía lo que sonaba a lo opuesto: que hay que escribir ficciones para desenmascarar las realidades podridas que esconde la hipocresía. Suena contradictorio, pero tal vez no lo sea. Tal vez la diferencia sea la que hay entre un novelista creativo con afanes caballerescos y un mero pesimista. Este último critica la pobre realidad, la del país que se jodió, y se hunde en ella. El primero convoca a su caballero andante interior para con su lanza desenmascararla y después combatirla y luchar por algo mejor.
Es muy interesante cómo en él la novela se conjuga con la política. Yo presencié en Londres su lento distanciamiento del castrismo. Ahora pienso que era inevitable, porque un novelista trata de la vida privada de individuos, mientras que el comunismo busca borrar la individualidad, quiere colectivizarla, subordinarla a abstracciones como el progreso o la igualdad. Pero ¿cómo entonces se mantenía fiel al castrismo un García Márquez? Su “Otoño del patriarca” se podía incluso leer como una sátira anticastrista. ¿Cómo mantener tanta amistad con Fidel? Creo que por oportunismo. Vacaciones soñadas en Cuba. Gigantescas ediciones en el bloque soviético. Rápida aceptación en el mundo cultural hispano. La diferencia en el caso de Vargas Llosa es su honestidad. Como creador de individuos, no podía adherir a regímenes colectivistas que quieren subordinar al individuo. No era capaz de oportunismo. Y logró algo prodigioso: tener un tremendo éxito editorial a pesar de su crítica a la izquierda totalitaria.
Claro que nunca fue un extremista de derecha. Fanático de la libertad, sabía que también la valoraba la centroizquierda. Era amigo de Felipe González. Admiraba a Lagos. Y era inmensamente tolerante, porque sabía que todos somos hijos del pecado original. Lo movía más la curiosidad que la denuncia, y en vez de juzgar las maldades de la gente, se reía de ellas. Era liberal.
De los viajes en que lo acompañamos, recuerdo uno a Ayacucho en Semana Santa. Recién se estaba abriendo la ciudad. Había sido un peligroso antro senderista. Obviamente, Vargas Llosa aborrecía la crueldad de los senderistas, pero al hablar con la gente en Ayacucho, predominaba su curiosidad. ¿Por qué habían sido así? ¿Qué los motivaba?
En estos tiempos recios, se extraña esa curiosidad y esa tolerancia, esas sanas carcajadas que soltaba cuando oía de una maldad o de alguna opinión contraria a la suya.