La decisión del Partido Socialista de ir a la primaria de la centroizquierda con su presidenta, la senadora Vodanovic, ha sido, para numerosos observadores externos y algunos militantes socialistas, una sorpresa. ¿Por qué no respaldar a Carolina Tohá, hija de un mártir del allendismo, ministra clave del gobierno del que forman parte e integrante de un partido —el PPD— fundado por Ricardo Lagos como una suerte de sucursal del PS? ¿Por qué arriesgarse con una candidata poco conocida y que podría ser derrotada en la primaria del 29 de junio?
La sorpresa se acentuó cuando la flamante abanderada declaró que su partido ha “pagado un precio alto” por ser parte del Gobierno, que “nuestra identidad socialista se ha ido diluyendo, perdiendo voz y rumbo”, y que no se ven en absoluto como “continuidad” de la actual administración. Frases fuertes, viniendo de la cabeza de un partido oficialista.
Tal sorpresa, sin embargo, carece de fundamento. El PS de hoy se comporta como lo ha hecho sistemáticamente a lo largo de su historia.
El PS nace de la confluencia de caudillos populares diversos, no como una fuerza que dote de expresión política a un movimiento social ni de estructura orgánica a una ideología omnicomprensiva. Esto lo distingue del PC, que surge desde el movimiento obrero y se asume tempranamente como instrumento del marxismo-leninismo; y eso mismo lo hace atractivo para sectores medios y corrientes libertarias. En otros términos, si el PC es lo que en la derecha representa la UDI, el PS es el equivalente a RN: un ente, por lo mismo, difícil de domeñar.
Los conflictos de liderazgo, las divisiones ideológicas y su débil institucionalización le han dificultado al PS la convivencia en coaliciones políticas y la elección de sus abanderados presidenciales. Fue reticente en 1938 a apoyar a Pedro Aguirre Cerda. Tras su muerte, se dividió y no logró levantar una candidatura propia ni influir en la elección de 1942. En 1946 respaldó sin entusiasmo a González Videla. En 1952, una parte apoyó a Ibáñez del Campo y otra a Allende. Si bien en 1958 optó por Allende, lo hizo sin unanimidad: ya entonces se le consideraba una figura desgastada. En 1964 volvió a resistirse: le veían poca viabilidad. En 1970, cuando ya era el líder indiscutido de la izquierda, la nominación de Allende fue nuevamente cuestionada. El Comité Central insistió hasta el final en una figura poco conocida, su secretario general, Aniceto Rodríguez. El doctor se impuso gracias a una consulta a las bases regionales. El Comité Central se abstuvo.
Las relaciones del PS con los gobiernos en los que participa tampoco han estado libres de tensiones. Durante el Frente Popular presionó por políticas más radicales, lo que terminó en ruptura. Con González Videla quebró por la “Ley Maldita”. Con Ibáñez, por su talante conservador y autoritario. Durante la UP, ni hablar: su “vía revolucionaria” fue el gran dolor de cabeza del doctor Allende y uno de los principales obstáculos a una salida negociada con la DC.
La conducta del PS cambió tras la recuperación de la democracia. Con todo, estuvo cerca de dejar el gobierno de Aylwin por el caso Honecker. Su dirección no se entendió bien con Frei, tildado de “autocomplaciente”. Tampoco con Lagos, a quien Escalona reprochó actuar con prescindencia de los partidos. Cuando este último insinuó en 2009 una nueva candidatura, la reacción fue gélida. Y en 2017, el Comité Central lo humilló eligiendo a Guillier. En 2021, tras un desaire del FA y el PC, presentó una candidata propia que fue derrotada en la primaria.
Nadie, en suma, debiera sorprenderse por los signos, actitudes y conductas del PS en las últimas semanas. Es un patrón recurrente. Un síndrome: el síndrome socialista.