Hay hitos en la vida del individuo que marcan su paso a la adultez, tales como tener un hijo o incorporarse al mundo del trabajo. Ello debido a la responsabilidad que ambas condiciones le imponen y que le obligan a hacerse cargo de sus propias decisiones, actos y palabras. En la actualidad y por diversas razones, muchos jóvenes tienden a prolongar sus estudios, aplazar el inicio de la etapa laboral y renunciar a los hijos en favor de las mascotas. Con ello, posiblemente también estén postergando la adultez.
En sus memorias, “El mundo de ayer”, Stefan Zweig cuenta que en la Viena de inicios del siglo XX los jóvenes profesionales admiraban a los adultos y recurrían a barbas, anteojos y bastones como estrategias para ocultar la inexperiencia propia de su juventud.
Un siglo más tarde la situación parece haberse invertido. En un estudio reciente para el caso de Chile, su autor sugiere que una importante transformación cultural de nuestros tiempos ha sido la virtual renuncia de los mayores a disciplinar a los jóvenes, así como una tendencia a tratar a los adolescentes y estudiantes universitarios como actores con un estatus equivalente al de las autoridades políticas o académicas (Hurtado-Torres, 2024). Siendo así, los adultos han abandonado sus responsabilidades al infantilizarse, mientras los jóvenes se resisten a crecer.
La responsabilidad se aprende desde la infancia de la mano de los adultos responsables, pues no hay mejor enseñanza que el ejemplo. Pero en estos días el “rompí” se ha reemplazado por un impersonal “se echó”, el “me equivoqué” por un cándido “estoy aprendiendo”. O, peor aún, por un “no me dijeron”. Estos son simples ejemplos de casos cotidianos en los que las responsabilidades individuales se diluyen a tal extremo, que incluso pasan a ser cargadas al otro. Si “responsabilidad” y “responder” vienen del latín spondere, que alude a promesa, garantía o juramento, entonces el responsable es quien al actuar de manera libre y consciente está obligado a responder por sus acciones.
Cuando las acciones de las élites impactan en el resto de la sociedad, como es el caso de los políticos, la responsabilidad es una obligación ética de primer orden. Es la misma que les deben los padres a sus hijos, un profesor a sus estudiantes o un médico a sus pacientes. Sin embargo, en los últimos tiempos hemos asistido a tristes ejemplos de responsabilidades huérfanas, de las que nadie se hace cargo.
Aunque todos tengamos derecho a equivocarnos, como es evidente, también tenemos el deber de conocer las normas que nos rigen como sociedad, incluidas aquellas atingentes a nuestra propia labor. En el caso de los parlamentarios, esta obligación comienza con el conocimiento de los seis artículos que conforman las “normas comunes para los diputados y senadores” de la Constitución vigente, y sigue con la de documentarse en profundidad acerca de las materias sobre las cuales legislan. Como no están obligados a ser expertos en todo, se entiende que recurran a quienes lo son. Pero votar “sin haber leído” aquello que se vota; reparar en que un acto es inconstitucional, pero “decirlo no es mi trabajo”; apelar “a la buena fe” frente al desconocimiento de una norma que se está obligado a conocer son actos inexcusables. Nadie clama por sabelotodos o superhéroes, nos basta con adultos responsables.
Jacqueline Dussaillant Christie
Faro UDD