En política hay palabras mágicas, de alto contenido moral, a las cuales nadie, ningún grupo o partido, por totalitario que sea, quiere renunciar. Entre ellas ocupan un lugar principal dos términos: “democracia” y “libertad”. El problema es que usar un mismo vocablo para describir realidades muy distintas solo se presta a confusión, y en política esta puede tener consecuencias graves.
Según Isaiah Berlin, los historiadores han consignado a través del tiempo al menos 200 acepciones distintas de la palabra libertad, y también se autoproclaman como “liberales” escuelas de pensamiento que tienen muy poco en común. Del mismo modo, la mayoría de los países gobernados por el Partido Comunista definen a sus sistemas de gobierno como democracias y con ello aspiran a mayor legitimidad y justifican su autoritarismo.
El comunismo chileno jamás ha cesado de condenar la “democracia burguesa”, ni ha dejado de luchar por su destitución. No es de extrañar, entonces, que la candidata del PC se refiera a la dictadura cubana como “una democracia distinta” o que los militantes de su partido insistan en que Venezuela también lo es.
Ahora bien, habiendo estado al borde de un abismo y en riesgo de haber adoptado esa otra forma de democracia, es importante entender cuáles son las características de esa “democracia distinta”, en relación con aquella del mundo libre occidental.
Desde sus inicios modernos, la democracia ha sido entendida en formas diferentes por los seguidores de John Locke, quien aspiraba a gobiernos que garantizaran los derechos individuales y el consentimiento de los gobernados, y aquellos otros, inspirados en Rousseau, que piensan que “la voluntad general”, que no es necesariamente la voluntad de la mayoría sino que tiene características cuasi metafísicas, tiene un rol redentor, es una voluntad ideal, infalible, no puede errar y por definición actúa siempre por el bien del conjunto. Así, la soberanía popular, ejercida a través de los gobiernos, no necesita limitación alguna y puede intervenir en todos los aspectos de la vida de los ciudadanos, incluidos sus ámbitos más privados.
La democracia liberal representativa, por el contrario, se basa en la convicción de que ningún poder, tampoco el del pueblo emanado de la soberanía popular, puede ser absoluto. Circunstancias no deseadas obligan al individuo a delegar en la polis una parte de su libertad y de su autonomía personal, pero ello es considerado un costo y no un beneficio. Así, la pregunta fundamental es siempre qué hace el individuo para salvaguardar el mayor grado de autonomía posible y cómo se protege del poder de la colectividad que, incluso en una democracia real, es potencialmente coercitivo. Por eso, tan importante como asegurar el imperio de las mayorías, es el respeto a las minorías y la creación de sistemas de contrapesos y limitaciones al poder.
Las democracias totalitarias comunistas consisten en la propiedad colectiva y el control a través de la dictadura del proletariado y no garantizan el derecho a asociación, tienen partidos únicos en vez de pluralismo y no permiten la competencia ni la libre elección de los votantes.
Es más, la democracia liberal se basa en el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley, en un poder judicial independiente y autónomo, en el respeto a la libertad de expresión, de prensa y de religión, el derecho a disentir de los gobiernos sin miedo a la retaliación y la separación de poderes para evitar abusos y arbitrariedades. Finalmente, los gobiernos no son generados por asambleas populares controladas por el partido único, sino en procesos electorales periódicos, libres e informados.
De lo anterior se deduce que votar por un candidato comunista o asociarse con aquel es optar por esa “democracia distinta”, cuya característica principal es terminar con la libertad.