Tremenda la muerte de Mario Vargas Llosa. El último en morir de los novelistas del Boom. El más extraordinario, porque aparte de sus magníficas novelas, fue un gran ensayista, un gran intelectual.
Tuve la suerte de conocerlo en 1967. Vivía, como yo, en Londres. En ese momento, él era admirador de la revolución cubana. Pero de a poco tuve el honor de presenciar y compartir lo que fue para él una lenta desilusión. Él era un fanático de la verdad. Odiaba la mentira. Y le empezaron a molestar las mentiras que salían de La Habana. También era un fanático de la libertad que de hecho ejercía como novelista, y fue viendo que en la Cuba de Castro no habría libertad nunca. Un tremendo hito desilusionante fue el apoyo de Castro a los miserables tanques soviéticos que aplastaron la primavera de Praga, en 1968.
Amante de las novelas de caballería, Mario decía que la novela nos abre a un mundo alternativo, un mundo que nos saca de la pobre realidad. Pero muchas de sus novelas, sobre todo las más políticas, como “Conversación en la Catedral” (1969) o “La fiesta del chivo” (2006), lejos de dejarnos escapar, hurgan en las más terribles verdades. Paradójicamente, él también creía, entonces, que, al revés, para conocer la verdad, hay, a veces, que novelarla.
Me permito algunos recuerdos personales, de viajes en que Sarita, mi señora, yo y un grupo de amigos lo acompañábamos a él y a Patricia.
En Yasnaya Polyana, cerca de Tula, echándole flores a ese casi imperceptible montículo cubierto de césped que es la tumba de Tolstói. En Normandía, siguiendo las huellas de Flaubert y de Proust. En Cabourg, el balneario normando al que Proust llama Balbec, Mario leyéndonos el episodio en que el pueblo se pega a los ventanales del restaurante —¡los tenemos a la vista!—, para observar cómo comen los aristócratas, como si fueren “peces en un acuario”. En el CEP hacia 1989, conmigo y con Arturo Fontaine, en que le preguntábamos de su ya anunciada candidatura presidencial. Parecía imposible que no ganara, pero hasta ahora me alegro de que perdiera. ¡Tanto más valía como gran novelista que como potencial Presidente! Años más tarde, en Chaitén, con Arturo Fontaine, Tamara Avetikian, Sarita y otros, a punto de visitar a Douglas Tompkins, cuando nos llega la noticia de la muerte de Guillermo Cabrera Infante, el gran escritor cubano exiliado en Londres que había tenido que abandonar su país para ejercer su propia libertad de novelista, y que Mario nunca rehuyó, a diferencia de algunos otros colegas del Boom que, temiendo ofender a los Castro, evitaban juntarse con él.
Mario nunca rehuyó a Guillermo, y le dolió su muerte ese día en Chaitén, porque no sabía lo que era el oportunismo. Era demasiado honesto y libre. Y a su libertad le fue dando fundamento filosófico. Leyó a Popper, Hayek, Aron y Berlin, y se fue convirtiendo en ese gran intelectual liberal que conocemos, pero sin detrimento alguno de sus novelas. Más bien se ríe en ellas de las abstracciones intelectuales en que muchos de sus héroes se embarcan. Se ríe del fanatismo religioso de Antonio Conselheiro, en “La guerra del fin del mundo” (1981). Se ríe del nacionalismo de Toño Azpilcueta, en “Le dedico mi silencio” (2023), su última novela. Azpilcueta está convencido de que el vals peruano va a unir a sus compatriotas en una triunfante cofradía huachafa que será un ejemplo para el mundo entero.
Vargas Llosa se ríe, claro, pero es una risa seria, reflexiva, porque a él, como a Conselheiro y a Azpilcueta, le atraen las utopías, por peligrosas e inalcanzables que su cabeza liberal las crea.
¿Y su prosa? Es clara, muy clara. No incurre en destellos estilísticos. El lenguaje no opaca lo descrito. Pero a la vez, la prosa tiene una estampa personal inconfundible. ¿Cómo despliega esa estampa sin perder claridad? Es de los misterios que hacen que un novelista sea un genio, otro no.
Qué tremendo el vacío que nos deja. Hombre brillante, cariñoso, extraordinariamente generoso, ¡cómo lo vamos a extrañar!
David Gallagher