Aires apocalípticos soplan en el mundo. Las bolsas suben y bajan y el gran apostador e hiperkinético gobernante de la primera potencia (hasta ahora) juega con fuego, olvidando el consejo que da el Tao Te King sobre lo que debe ser un buen gobernante: “El mejor gobernante es aquel de cuya existencia la gente apenas se entera”. Confucio, por su parte, cree que el gobernante ideal es el que se impone por sus virtudes éticas y no por la fuerza. Claro que no es el momento para pedirle a Trump que lea a los sabios chinos. Sería como pedirle a Putin que lea los escritos pacifistas de Tolstói. No es este el tiempo de gobernadores sabios, de emperadores-filósofos como Marco Aurelio o de intelectuales como Václav Havel.
Estamos pasando por un momento de muy bajo nivel de conciencia, de nulo refinamiento espiritual, en el que la desmesura (la “hybris”, el pecado más grande, según los griegos) parece gobernarlo todo. Cuando justo lo que necesitamos es prudencia, equilibrio, serenidad. Incluso para mirar de frente al “maelström” al que nos acercamos. El maelström es una corriente o gran remolino de la costa noruega, pero el término sirve también para designar una situación confusa, caótica y destructiva. En el cuento de Poe “Un descenso al Maelström”, el pescador que sobrevive es el que mira de frente el temible “maelström”; los otros ocupantes de la nave, presas del pánico, terminan por ser tragados por la corriente. Necesitaremos aprender mucho de esa estrategia de sobrevivencia.
Claro que no es fácil guardar la calma en tiempos así. Hay algunos que, ante las tembladeras de nuestro orden global, postularán la autarquía, el refugiarse en el propio jardín para capear el temporal, como lo hace este antiguo anónimo chino: “En mi jardín cultivo mi huerto, y saco agua de mi pozo. ¿Qué me importa el poderío del emperador?”. ¡Otra vez la sabiduría china, que al parecer ni los mismos gobernantes chinos practican! Ernest Jünger, escritor alemán, a quien le tocó como oficial del ejército de su país recorrer los territorios devastados de una guerra, sabiendo que su máximo líder era un demente, propone la figura del “emboscado” como forma de resistencia. El emboscado, en la antigua Islandia, es alguien que había entrado en conflicto con la sociedad y que tenía un solo recurso: la emboscadura, que consiste en retirarse al bosque para vivir allí de sus propias fuerzas y recursos, apoyado en sí mismo: él es, al mismo tiempo, su propio sacerdote, su propio médico y su propio juez. El bosque donde se retira es un lugar donde encontrar reservas espirituales y de resiliencia. Dice Jünger: “La riqueza del ser humano es infinitamente mayor de lo que él presiente. Es una riqueza de la que nadie puede despojarle y que en el transcurso de los tiempos aflora una y otra vez a la superficie y es visible, sobre todo, cuando el dolor ha removido las profundidades”. Estremece pensar que tal vez todavía falte experimentar más dolor, topar fondo, para que esa riqueza emerja desde el fondo de la conciencia humana. ¿Estaremos en la antesala de una nueva gran guerra mundial (como la que vivieron Jünger y su generación), como dicen algunos malos agoreros? Pero también reconforta pensar en cuántos emboscados están en este mismo momento volviendo al bosque de las fuentes, sin que por supuesto nada de eso aparezca en los titulares de los diarios ni en las redes sociales.
Las grandes transformaciones —nos enseñó Nietzsche— suelen llegar con pisadas de pasos de paloma. Los ogros y energúmenos gritan, vociferan, insultan, lo devoran todo. Hacen temblar todo a su paso. Pero Pulgarcito salvará a sus hermanos con unas piedrecitas que fue tirando en el camino. Veo —en este trozo de sur donde estoy— a los queltehues gritar cuidando los nidos de sus crías. Y recuerdo estos versos del poeta sureño Jorge Teillier en su poema “Fin del mundo”: “el mundo no puede terminar/ porque las palomas y los gorriones/ siguen peleando por la avena en el patio”.