Fue decisivo para el triunfo de Donald Trump. Aportó dinero, desde luego; pero, sobre todo, Elon Musk revitalizó su imagen de éxito, energía e invulnerabilidad, ayudándolo a conquistar nuevos electores. Juntos se proyectaron como una dupla de superhéroes dispuestos a desafiar la realidad, la ciencia y el sentido común, persiguiendo la promesa de la grandeza americana.
Entre ambos hay química. Son adictos al éxito, identificado con el dinero, el poder y la fama. Se ven como salvadores de un mundo que se desmorona por la laxitud de la democracia liberal. Defienden la supremacía de la inteligencia, la tecnología y la astucia. Comprenden el ejercicio del poder como matonaje, chantaje y trapicheo. Su visión paranoide les hace ver enemigos en todas partes. Se rodean de incondicionales y desconocen las alianzas. Y son brillantes para fabricar relatos y llevarlos a redes sociales.
En las pasadas 11 semanas, la dupla Trump-Musk se ha mostrado eficaz. Ha desmantelado el orden geopolítico de los últimos 80 años, acercando a Estados Unidos a Rusia y rompiendo con aliados históricos, como Canadá y Europa. Ha pulverizado el consenso liberal y globalista del último tercio de siglo, reponiendo un proteccionismo que recuerda las viejas fórmulas de la Cepal. Y ha puesto en marcha una “revolución cultural” que, al modo de la maoísta, persigue al “wokismo” en universidades, tribunales, medios, cultura y administración.
Dotado de poderes omnímodos, Musk lidera un inédito proceso de desmantelamiento del gobierno federal, con la misión declarada de reducir el gasto y la tácita de limitar su capacidad de intervención. Aplica la misma lógica que en sus empresas y se rodea de ingenieros jóvenes que saben de recortes, pero no del funcionamiento estatal.
Al mismo tiempo, Musk es el animador digital de Trump y un actor clave de la internacional ultraderechista. Ha usado descaradamente su fortuna para disuadir a legisladores republicanos tentados de tomar distancia de MAGA. En la reciente elección de un juez en la Corte Suprema de Wisconsin, puso enormes sumas de dinero, participó en mítines y llegó a ofrecer incentivos económicos a los votantes. “Nunca imaginé enfrentarme al hombre más rico del mundo”, dijo la jueza liberal Susan Crawford, quien, ni tonta ni perezosa, enfocó su campaña contra Musk. Ganó por amplio margen, en un estado que meses antes había votado por Trump.
Aunque intentó minimizarla, esta derrota golpeó su ego. Fue duro aceptar que en política el dinero no basta y que su figura moviliza al electorado, pero ahora en su contra. Tras la fallida campaña de Harris, los demócratas por fin encontraron algo que los une y electriza: desbancar a Musk.
Pero Wisconsin no ha sido su peor revés. Más grave es lo que ocurre con Tesla, su empresa ícono. Las ventas se desploman en todo el mundo. Los consumidores no quieren identificarse con su figura, temen ser objeto de vandalismo o prefieren la competencia china. Las dudas han invadido también a los inversionistas. Las acciones han caído 46% desde diciembre. Ante esto, el propio Trump salió a manejar un Tesla en los jardines de la Casa Blanca.
Musk está cosechando lo que sembró. El valor de sus empresas depende de las expectativas que él mismo genera. Su principal activo es su imagen, que siempre protegió con el esmero con que se cuida una marca. Embriagado por el éxito, decidió ponerla al servicio de Trump, sin medir la reacción adversa que esto provocaría en los votantes y en el mercado. Lo primero tal vez no le importe; lo segundo, seguro que sí.
En Washington circula el rumor de que su salida del gobierno es inminente. Para Trump se ha vuelto un pasivo. Y si quiere salvar sus negocios, Musk no tiene otra alternativa, aunque algunos analistas estiman que el daño ya es irreversible.
El caso Musk será estudiado en escuelas de ciencia política y de negocios como ejemplo de las tensiones entre la lógica política y la empresarial, y como advertencia sobre los riesgos de subordinar el destino de una corporación a los caprichos de una persona.