Para evitar dudas, dejo clara mi posición desde el inicio: los aranceles impuestos por EE.UU. van a generar gigantescas pérdidas de bienestar en el planeta. Son una pésima idea. ¿Pero sabe qué? En vez de criticar, lo que sería fácil, tratemos de entender, por equivocado que uno lo halle, por qué se dio un paso gigante para cambiar las reglas del comercio internacional en Washington esta semana.
Lo primero que hay que entender es que la economía más rica del planeta tiene un gasto público desbocado. Solo el 2024, el déficit fiscal fue 6,2% del PIB, abultando una deuda pública que supera el 120% del producto. Y las predicciones indican que, de no haber ajustes, el déficit seguirá creciendo. Pensiones financiadas con reparto y una salud con problemas estructurales generan parte de una inercia presupuestaria inmanejable.
Entonces, calzar las cuentas fiscales es prioritario y hay dos estrategias posibles. Una es bajar el gasto. En eso vemos a Mr. Musk y DOGE; combinación que merece columna aparte. Y la otra es recolectar más impuestos. Hecho esencial: Donald Trump hizo campaña abogando por menos tributos a empresas y personas, lo que redujo las opciones. Ahora, como EE.UU. no tiene un IVA federal (sí los estados), un impuesto a los productos importados se hizo políticamente viable. Así llegaron a los aranceles, que tienen una gracia adicional, pues el Presidente tiene herramientas para instaurarlos sin pasar por el Congreso.
Y se utilizó otra razón para apostar por aranceles. El libre comercio aumentó el bienestar de millones de estadounidenses, pero esto fue algo silencioso. Es más, para el votante mediano los beneficios se asumieron tan normales como ver salir el sol en la mañana (“el crecimiento está asegurado”, ¿se acuerda?). Por el contrario, los costos que enfrentaron los perdedores del proceso fueron visibles. Si bien en cantidad fueron mucho, pero mucho menos que los beneficiados, la pérdida de empleo y menores salarios recibieron la atención de parte de la política. De ahí la escalada de la retórica proteccionista.
Volvamos a las justificaciones algo menos afiebradas de los aranceles. Sus defensores argumentan que vienen a desactivar la bomba de tiempo que es el descalce fiscal. Ah, también dicen, casi contradiciéndose, que las negociaciones bilaterales llevarán a aranceles cero, lo que terminaría favoreciendo el comercio. Ojalá eso fuese posible, pero cuesta imaginarlo. Además, como con todo gravamen, una vez promulgado, los grupos de interés, aunque sean pequeños, se encargan de perpetuarlo.
¿Podrá algo cambiar el curso de las cosas? El golpe en los mercados ha sido durísimo, pero la resistencia al dolor del Presidente Trump parece alta. Quizás las negociaciones algo arreglen el entuerto, pero las reales fuerzas correctoras deberían tener otro origen. Las trabas al comercio beneficiarán a muy pocos, lo que será invisibilizado por el rápido daño que sufrirá el bolsillo de millones de estadounidenses. Sopesar ese riesgo puede frenar los aranceles. ¿Y el déficit fiscal? Eso demanda una mejor solución permanente.