Suelo ir a ver grandes películas (que normalmente desaparecen rápido de las multisalas) a una pequeña sala dentro de un centro cultural (el Camm) en Puerto Varas. Todo es un pequeño milagro: el centro cultural, la sala de cine, la cuidada cartelera que ofrece y la posibilidad de capear los largos inviernos del sur, en vez de quedarse en la casa viendo series en plataformas. El cine se llama “menos 1”: la sala está en un subterráneo de un edificio que fue antaño un molino. Este miércoles —“miércoles de clásicos”, dice la invitación— nos toca ver “La Grande Bellezza”, del director italiano Paolo Sorrentino, una película del 2013 que ya había visto, pero que, al volver a verla, siento más actual que nunca.
La gran protagonista del filme es Roma, la verdadera diva de la película, mucho más que la mera escenografía de un mundo decadente de artistas, escritores, políticos, influencers, empresarios, aristócratas venidos a menos, strip girls y scorts, cirujanos plásticos, periodistas, “la crème de la crème” de una élite europea hastiada de sí misma, vacía, descompuesta. El protagonista es Jep Gambardella, un escritor de un solo libro escrito en su juventud, que terminó perdiendo su vida en la dispersión de la farándula y la fiesta permanente, en una existencia que se reduce a tomar un gin tonic todos los días y llevar mujeres a la cama. Así de descarnado y fatuo. Pero una honda melancolía resuena en la película como música escondida que se cuela entre la jarana permanente (mucho Rafaella Carrá y mariachis), las conversaciones vacías, la frivolidad y la decadencia (¡tan atávicamente romanas!) en que hasta los escritores y artistas (de los que uno esperaría profundidad y espesor) han sucumbido también a la gran Sodoma. Esa melancolía un poco desesperada (Sartre la llamó alguna vez “la náusea”) terminará por apoderarse de Giuseppe Gambardella, quien se mirará —después de un largo descenso— en el espejo trizado de su propia vacuidad y la de su tiempo, y ahí alcanzará una suerte de epifanía, casi al final. Me recordó la epifanía de Iván Ilich, personaje de Tolstoi, en ese otro soberbio relato de descomposición moral de la élite rusa.
La película me conmovió: no recuerdo que me haya pasado lo mismo la primera vez que la vi. Tal vez porque tengo la misma edad de Gambardella. Y porque hace patente la decadencia de una Europa gastada, parada sobre gloriosas ruinas, pero extraviada de su origen y su esencia. Una Europa que reemplazó el culto a la “gran belleza” (esa que Platón escribió con mayúscula) por un refrito de feísmo, progresismo laxo y woke, corrupción política, el hechizo ante todo tipo de drogas (incluidas las digitales), y un resurgimiento de nostalgias fascistas y la falta de liderazgos espirituales, políticos y morales (falta de auctoritas, en su sentido genuino). Esa Europa, que amamos, hoy está en peligro. La debilidad de Europa tal vez venga de ese extravío. No bastará que se rearme (para enfrentar las amenazas de los nuevos monstruos, Trump y Putin): también deberá rearmarse interiormente. Sin ello, la modernidad es una cáscara vacía: en la película, las viejas y bellas ruinas de Roma hacen más patente la monumental decadencia en curso de Occidente. Cuántos Gambardellas no estarán caminando como él por las noches de Roma, París, Madrid, ahora mismo, como lo hiciera en Copenhague Soren Kierkegaard en el siglo XIX, preguntándose: “¿Cómo ser humano en este mundo”? O como el joven Agustín de Hipona, también herido de hastío existencial, clamándole a Dios para que le responda la pregunta “¿quién soy?”...
Emerjo de la sala “menos 1” consciente de haber experimentado un “descenso”. Afuera llovizna, respiro aire puro, se escucha el grito de los queltehues: tan lejos y tan cerca de Europa. Y pienso: hay que resistir, como los primeros cristianos, desde catacumbas de espíritu y belleza, como esta sala de cine al fin del mundo.