Aunque a contrapelo de lo que se considera “sentido común”, lo cierto es que siempre me he preguntado acerca de la potestad del Estado para castigar penalmente a las personas, es decir, para imponer penas en el caso de que un sujeto incurra en acciones u omisiones que el propio Estado ha establecido como delitos. De acuerdo a ese sentido común, castigar sería algo que para la gran mayoría está fuera de toda duda, puesto que existen bienes —por ejemplo, la vida, la integridad física, la propiedad—, y si cualquiera llegare a afectarlos injustamente, parece razonable imponer al infractor una consecuencia desfavorable o adversa.
Así es como funciona el derecho, puesto que, inevitablemente, este parte con una alta dosis de escepticismo. El derecho se abstiene de prescribir al modo de “No matar”, y lo que hace es emplear la fórmula “El que mate a otro sufrirá X pena”, sabiendo que aun en el caso de una conducta tan grave, el derecho cuenta con la posibilidad de que ella tenga lugar en la realidad. El derecho prevé determinadas conductas socialmente reprobables, y al ordenamiento jurídico no se le escapa la posibilidad de que algunas de ellas hagan necesaria y legítima la aplicación de una determinada sanción, incluso por medio de la fuerza socialmente organizada.
Podemos dejar suelta —no digo abandonada— la cuestión del derecho del Estado a castigar, pero es un hecho que desde hace su buen tiempo asistimos a una inflación tanto de los delitos como de las penas que les son aplicables, como si para controlar la delincuencia, disminuyéndola, no hubiera más que hacer que aumentar el número de delitos y la gravedad de las penas. “Santo remedio”, exclaman los legisladores y la opinión pública, aunque los hechos demuestren que los castigos resultan muchas veces ineficientes para cumplir el objetivo de disminuir la delincuencia y la peligrosidad de esta. Si de lo que se trata es de causar dolor a los que han sido condenados, y ofrecerles posibilidades de rehabilitación, tratándose de la pena de presidio se sufren penalidades adicionales a las que impone el juez de la causa, mientras que la promesa de rehabilitación, en el contexto que vamos a mencionar enseguida, se transforma en una ilusión consolatoria.
Me detengo en las penas privativas de libertad que deben cumplirse en recintos carcelarios, para constatar que esas penas van seguidas, en los hechos, de varias otras consecuencias negativas para los reclusos, tales como hacinamiento penitenciario, constante inseguridad, agresiones sexuales, afectación de los lazos familiares, exclusión laboral, interrupción de los estudios, sometimientos de reos pacíficos a pandillas carcelarias, y suma y sigue. Peor es el caso de la prisión preventiva, de la que se abusa en nuestro país, afectando a personas que deben permanecer recluidas sin que hayan sido declaradas culpables.
Para qué hablar de la pena de muerte, favorita de los populistas a la caza de aprobación electoral y de un muy contingente respaldo social, contra la cual escuché cierta vez un argumento poco común: que las penas deben ser siempre ciertas, concretas, al menos en cuanto a hallarse determinadas con precisión por legisladores y jueces. De manera que cuando se condena a muerte, ignorándose lo que ocurrirá a cada individuo luego de morir, la pena así llamada “de muerte” carece de toda certeza. Porque, ¿a qué se condena cuando se condena a muerte?
Por supuesto que hay otros argumentos posibles y plausibles contra la pena de muerte, el principal que, gracias a un lentísimo proceso civilizatorio, habríamos dejado atrás la lógica primitiva del “Ojo por ojo, diente por diente”, más parecida a la venganza que a la justicia.