Una de las escenas más lindas de los últimos tiempos ha sido ver la llegada de los astronautas rescatados del espacio cayendo al mar con enormes paracaídas, y en las azules aguas del océano un grupo de delfines “recibiéndolos” curiosos, nadando a su alrededor: la tecnología más avanzada y la naturaleza prístina juntas en su máxima expresión. La escena mostraba el esfuerzo por salvar a dos personas retenidas en el espacio, recordándonos que cada vida cuenta. Todo un contraste con el desprecio por las personas en guerras como las de Ucrania y Gaza.
Esa escena, como también la llegada del hombre a la Luna, en 1969, y todos los avances espaciales posteriores, han sido exhibidos por EE.UU. en directo para la humanidad, en una disposición a compartir, cosa que jamás vimos en la ex-URSS o en la actual China. Porque esos logros han sido siempre gracias a la unión del Estado y de la sociedad civil norteamericana, que aporta al desarrollo de cada parte del proceso. Las empresas privadas, con el asesoramiento y el soporte de la NASA, trabajan en conjunto. En regímenes cerrados, todo es controlado por el Estado y los avances en el campo espacial no se traducen en calidad de vida para la sociedad civil, que permanece desinformada y al margen del proceso.
Esa es la gran diferencia de la cultura occidental respecto de otras: que los conceptos de libertad, de un Estado al servicio de la sociedad civil y no al revés, de control y límite del poder estatal y que este debe ser ejercido con transparencia, también en el ámbito científico y tecnológico, son parte de la esencia de la política de Occidente. Esa filosofía, con la persona en el centro y el Estado al servicio de ella, es lo que representa el legado europeo ancestral.
Pero las sociedades europeas habían caído en el desgano, dejando de lado tanto la defensa militar como —más importante aún— la custodia conceptual de sus libertades.
Donald Trump, con su modo brutal, ha sacado a Europa de la ficción en la que vivía, dependiente de la defensa norteamericana y adormilada en los discursos buenistas, alejados de su esencia y de su propia responsabilidad geopolítica. Por todos lados entran hordas que ya ni consideran adaptarse, y los propios europeos han descuidado la defensa de su modo de vida. Pero Trump tiró el mantel, terminando así con una época en que el paraguas norteamericano los cobijaba. Son malas las formas de Trump y ponen en riesgo la unidad de la alianza occidental. Pero también conducen a terminar con un estado de cosas insostenible, con una Europa aletargada y entregada a la decadencia, con Estados hipertrofiados, quebrados, que limitan la iniciativa individual que se había desplazado a EE.UU. Hoy se presenta la oportunidad de reiniciar la historia común europea, que es la esencia de Occidente. Esa Europa que combina avances y tradiciones, la defensa de la libertad con el respeto a la historia, y la convicción de la pertenencia al legado griego-romano-germánico-europeo-cristiano occidental. Puede ser que MAGA (Make America Great Again), con toda su crudeza, conduzca a MEGA (Make Europe Great Again).