Escribo estas líneas en una cabaña, en una playa del departamento de Maldonado, a una hora y poco más de Montevideo. Cuesta encontrarlo en el mapa. Lejos del intenso y frío océano Pacífico (que amo), pero del que es bueno distanciarse cada cierto tiempo.
Nos hemos ido quedando en esta pequeña localidad, demorándonos en ella y en su mar tibio.
En Uruguay todo se demora, todo toma su tiempo, aquí gobierna más Kayrós que Cronos. Todo parece detenido en el tiempo.
En esta época fáustica, de desmesura (“hybris”) y de griterío, eso es un regalo, casi un milagro. Aquí, en estas tierras tranquilas, Fausto repetiría su famosa frase que le suscitó la contemplación de Helena: “¡Detente, bello instante!”.
¿Cómo han hecho los uruguayos para ralentizar el tiempo? Tal vez, quedando afuera del epicentro de la Historia: los imperios portugueses y español no tuvieron interés en este “paisito”—como lo llamaba Benedetti—. Esa es por lo menos la tesis de una amiga que ha estudiado y ama Uruguay, como lo estamos empezando a amar nosotros ahora. No pasión desaforada, sino amor sereno, lento, de a poco.
La playa dice mucho de los uruguayos y su cultura cívica: ni un papel botado en la limpia arena, ni un reguetón machacándote los oídos. Por lo menos aquí. Todo es acá “piola”, tranquilo, casi “fome”, diría alguien que busca del verano la bullanga y el ruido despiadado de las motos de agua. La gente toma mate pausadamente, no esperando que nada excepcional suceda, solo esperando y compartiendo.
Se ve que para los uruguayos la amistad es algo fundamental. Y se dan el tiempo para cultivarla. El tono uruguayo es mucho más bajo que el chileno: aquí uno se da cuenta de que nos hemos puesto gritones. Gritones y enojados, resentidos. Aquí parece escasear el resentimiento.
Los uruguayos no están arriba de la ola casi nunca: veo a un profesor de surf que enseña a unos niños a subirse arriba de las tablas sin gritarles, nadie quiere ser campeón o campeoncito aquí, ni los tigres de Sudamérica ni nada que se le parezca. Por eso, no me calza eso que se dice de que los uruguayos son mañosos y “fouleros” en el fútbol; quizás es en ese deporte donde sale su “daimon” o su “sombra”.
Pepe Mujica, no tan lejos de aquí, se está despidiendo de la vida: recibe a los visitantes en su chacrita y más que ir a escuchar consejos políticos, la gente recibe de él sabiduría. Es de los pocos políticos hoy en el mundo que “filosofan”, en el sentido genuino del término, como lo hacía Marco Aurelio. Claro que Marco Aurelio gobernaba un imperio, y Mujica, un “paisito”. Harían bien en escuchar sus meditaciones nuestros líderes (y los de izquierda, desde luego, Mujica debiera ser su gran referente).
No es necesario sobregirar la conversación política, cargarla de exabruptos, de maximalismos, de motosierras y combos. Uruguay es un laboratorio de amistad cívica que valdría la pena seguir: levantar tanto la voz para demostrar convicciones y alborotarlo todo, solo sirve para cosechar tempestades y estresar a los países.
“Los uruguayos somos argentinos con menos revoluciones” —me explica alguien mientras ceba su mate—. Mientras menos revoluciones, mejor. El exceso de revoluciones (en los dos sentidos) nos ha hecho mal en Latinoamérica. Y, por eso, nuestro mundo lo gobiernan hoy gritones y matones.
Pasar aquí algunos días de este final del verano, me ha dado señales de cómo resistir a lo fáustico que hoy nos acecha: creando bolsones de serenidad, lentitud, amistad cívica, es decir, ni más ni menos, reservas de humanidad. Uruguay es hoy una de esas reservas. En la noche, escucho a los grillos y las ranas cantar.
En un puestecito muy sencillo al que suelo ir a conversar con vecinos siempre amables y dispuestos, se escucha una canción de Jorge Drexler, un cantautor uruguayo: “cada uno da lo que recibe/y luego recibe lo que da/nada es más simple/ no hay otra norma/nada se pierde/todo se transforma”. Muy taoísta. Mejor dicho: muy uruguayo.