No obstante tratarse de una ciudad contaminada, sobre todo acústicamente, Santiago se apresta a iniciar su mejor estación del año, el otoño. Ni frío ni tampoco exceso de calor, la parte del año que ahora se aproxima traerá atardeceres tibios y noches más bien templadas, mientras la vegetación irá tomando muy diversos e intensos colores, especialmente ocres, aunque ya próximos a apagarse una vez llegado invierno.
A diferencia del invierno y del verano, el otoño invitará muy pronto a caminar y observar los espacios arbóreos de que disponemos, lamentando que tantos habiten en poblaciones sin árboles ni jardines suficientes. Menos mal que en estas últimas crecen algunos retamos durante el verano, espontáneamente, del mismo modo gratuito que en el invierno lo hacen los también fragantes y luminosos aromos. Nadie planta aromos ni retamos ni va tampoco a comprarlos en los viveros, dejándoselos crecer en cualquier sitio y con total libertad. El olor que despiden las flores de los retamos es el perfume oficial del verano chileno.
El cambio climático es un fenómeno que altera la regularidad de las estaciones, si bien no en el curso que siguen ordenadamente unas y otras, sí en la manera como se van presentando por separado. En cambio, el otoño de nuestra capital no falla —o eso espero esta vez—, de modo que será preciso aprovecharlo mientras dure. Anticipamos la bonanza del otoño, por ahora hablando o escribiendo acerca de él, y eso nos consuela del término inminente del verano.
Si el hombre y la mujer primitivos vivieron el paso de las estaciones con gran desconcierto, sin disponer de una explicación racional para ello y atribuyéndolo seguramente a los dioses, hoy podemos prever y calcular ese paso y capturar también las emociones que suelen acompañar a uno u otro momento particular del año. La naturaleza, de la que hemos formado parte siempre, se deja explicar y sin que por ello desaparezca el atractivo que tienen algunas de nuestras estaciones.
Si la contracara del verano es el invierno, el otoño lo es de la primavera, y ambas estaciones nos benefician con sus brisas y colores. Cierto que la primavera es un despertar y el otoño una caída, pero esta caída es lenta, pausada, de una luminosidad y belleza que comienzan a extinguirse sin brusquedad, como si se tratara de una cambiante pintura que fuera dibujándose de manera variable según transcurren las semanas de esa estación del año.
Puede haber en esta columna un cierto lirismo, por completo disfuncional a lo que nos espera dentro de poco, cuando se reanude la actividad política. Entretanto se prolongan las hipócritas guerras “focalizadas” a cargo de los fanfarrones y matones de turno, y mientras algunos de los muy poderosos agentes de la actividad económica mundial incrementan a la par sus ya desmesurados patrimonios y los inconfundibles aires imperiales que se dan a sí mismos. Pueden ir levantando los brazos y llevando polera y una simple gorra de béisbol, porque entre los ardides de esos mandamases está el de aparentar ser gente como uno, es decir, común y corriente.
En cuanto a nuestra política local, uno desearía que discurriera con la parsimoniosa elegancia del otoño, pero sabemos que no será así en absoluto. Dentro de poco se reiniciará un año electoral que tendrá el frío sabor del poder, mientras los operadores políticos de los más distintos colores repetirán su libreto de rabietas, oportunismo, crítica sin autocrítica, maniqueísmo, doble estándar, e intereses personales y sectoriales disfrazados de bien común. Nada exclusivamente chileno, por cierto, y casi todos continuarán montados en el indómito caballo de la desmesura o, peor, en el de una fingida y aparente moderación.