Pasaron al olvido los tiempos cuando leíamos o veíamos de pasada las noticias internacionales, dominados por la atención a los melodramas de nuestra política local. Peanuts. Hoy el interés lo monopolizan las noticias que brotan de la Casa Blanca, empeñada, de un lado, en enterrar el orden mundial surgido de la segunda posguerra y, del otro, en desmantelar el gobierno federal de los estados por corrupto e inútil. No hay desperdicio.
Surgen sesudas hipótesis para explicar los nuevos tiempos. Desde la historia, la geopolítica, la economía, la psicología, la evolución de la cultura y sociedad estadounidenses, y por cierto. Pero aún estamos lejos de una interpretación comprensiva. Quizás falta poner en la balanza otro factor: la forma de ver el mundo de Elon Musk, el hombre más rico en la historia de la humanidad, quien hoy maneja los hilos de la administración estadounidense.
Sin sus recursos, empuje e identificación con el éxito económico, Trump no habría vuelto a la Casa Blanca. El día de la investidura lo premió ubicándolo detrás de su familia y antes que el gabinete. En las últimas semanas ha llegado a dar conferencias de prensa en la Oficina Oval con un hijo en sus brazos y Trump de espectador, o dar entrevistas conjuntas a Fox News.
El lenguaje corporal de Musk da cuenta de la euforia que lo embarga. No es para menos para un inmigrante nacido en 1971 en la convulsionada África del Sur, de un padre que lo torturaba por débil, cobarde, mediocre. Eran los días cuando el Apartheid se desmoronaba y la minoría blanca se refugiaba en sus barrios y casas, con rejas y perros, para defenderse de una sublevación que acabaría con ellos. Esta tóxica atmósfera está magistralmente retratada en la novela “Esperando a los bárbaros” (1980), de J. M. Coetzee.
“No hay un mañana sin la sombra del pasado”, escribe el Premio Nobel. La vida de Musk es prueba de ello. El sentimiento permanente de amenaza y asedio, como si el Apocalipsis fuera inminente, lo persigue desde niño. Todo está podrido. No hay otra opción que tomar a los demás como potenciales enemigos y confiar solo en uno mismo; como lo hacen Joel y Ellie en “The Last of Us”, la exitosa serie de HBO basada en un videojuego del mismo nombre.
Pero cruzado un umbral, el stress se vuelve adictivo. Sin él la existencia pierde sentido y se sumerge en un valle depresivo. De ahí que la vida afectiva y empresarial de Musk han estado marcadas por la carrera para evitar que el mundo se desplome y lo arrastre consigo al vacío. No sabe vivir sin la adrenalina del peligro, de la proeza sobrehumana, de la conquista. Trump comparte el mismo síndrome.
Parte del equipo íntimo de Musk proviene también de la Sudáfrica blanca. Pero no todo se explica por esta experiencia. Desde muy niño tuvo una obsesiva afición por los videojuegos. Su preferido es The Battle of Polytopia. Es imbatible. Incluso en las situaciones de mayor tensión se deja un tiempo para zambullirse en este juego con sus amigos hasta quedar exhausto.
La trama es simple, y coincide con su vivencia de niñez. El jugador asume el rol de líder de una tribu amenazada que busca dominar el mundo conquistando las ciudades enemigas mediante la supremacía militar y tecnológica. De aquí surgen, señala su hermano Kimbal, las “Lecciones de Vida de Polytopia”: 1) “vive la vida como un juego”; 2) “la empatía no es un activo”: puede ser disfuncional; 3) “optimiza toda oportunidad”, porque son pocas; 4) “no temas perder”, y si pierdes toma más riesgos; 5) “dobla” siempre, no te atemorices; 6) “elige tus batallas”, no te lances a todas al mismo tiempo; y 7) “desenchúfate por momentos”, pero breves.
Kimbal señala que estas “lecciones” explican el éxito empresarial de su hermano. Seguro las aplica también en su nueva actividad, la política. Aquí, en la lógica de los videojuegos, están las claves de la batalla del gobierno Trump contra el mundo que conocíamos.