No recuerdo cuándo di mi último paseo, quizá usted tampoco. De hecho, aunque sería elegante atribuírmelo, es indudable que pasear no se halla entre mis hábitos. Pero queda, al menos, el consuelo de, si no pasear, leer sobre el paseo. Dos libros escogidos al azar: “El arte de ir de paseo”, de Karl Gotlob Schelle, y “El paseo”, de Robert Walser.
Schelle fue el impulsor, a mediados del siglo XVIII, de una filosofía popular que, confrontándose a la filosofía especulativa de la época, abarcó temas más cercanos al hombre y a la naturaleza. Antes que Schelle, el paseo en la tradición literaria de Petrarca, Rousseau o Descartes, era el espacio mental en que el pensador o paseante permanece alejado del comercio del mundo y de su rumor. El paseo dispone al cuerpo a un silencioso colaborar con el alma. El paso lento, las manos en los bolsillos, la cabeza erguida, crean el ambiente para el libre pensar, para el divagar y emerger de ensoñaciones.
Pero hay otro paseo que es un divagar que no tiene por propósito la meditación. En el acto de pasear, dice Schelle, la atención del espíritu no debe estar preocupada. Más bien que seria debe ser alegre. “Debería deslizarse débil sobre las cosas”. Este discurrir gustoso, ligero, relajado e incierto es el paseo que Schelle buscaba salvaguardar con su arte, pues está siempre amenazado por su misma naturaleza incierta de la frustración de su carácter gozoso y feliz.
El paseo de Walser es un relato corto, sin estructura visible, que deja traslucir una suerte de desesperación tranquila. “Al fin y al cabo, se trata más de un suave y delicado pasear que de un viaje o caminata, y más de un fino vagar que de un fuerte paso y marcha”.
“¿Considera usted del todo imposible que un suave e impaciente paseo encuentre gigantes, tenga el honor de ver profesores, trate al pasar con libreros y empleados de banca, hable con futuras jóvenes cantantes y antiguas actrices, coma con ingeniosas damas, pasee con los bosques, envíe peligrosas cartas y me bata violentamente con insidiosos e irónicos sastres”.
Schelle, nacido en 1777, sufrió de depresión. Recluido en un sanatorio, murió demente no se sabe ni cuándo ni dónde. Walser pasó sus últimos veinte años en un establecimiento siquiátrico dedicado a tareas más bien modestas. El día de Navidad de 1956 dio su último paseo. Murió de frío en la nieve.
No creo que el pasear nos libre de la demencia, pero sí creo que su libre balanceo puede ser remedio a distintos males humanos, sobre todo, la melancolía.