La vieja casa Pauly de Puerto Montt volvió a abrir sus puertas después de décadas de olvido y abandono. Construida en 1903 por Guillermo Pauly Gleisner, empresario y filántropo, un amante de las letras y de la música, la casa se transformó en un espacio fundamental para la vida artística y cultural de la zona. De hecho, el salón de la casa fue habilitado para hacer conciertos, siempre había cien sillas para los invitados, y en ella realizó un concierto, en 1920, Claudio Arrau. La casa es bella y en ella trabajaron los carpinteros, mueblistas y albañiles alemanes, los inmigrantes que trajeron desde lejos sus oficios al sur del mundo. Que la vieja casa, llena de recuerdos, música y tertulias que pasaron por ella, vuelva a abrir sus puertas como centro cultural es una buena noticia para Puerto Montt, una ciudad que ha sufrido tanto deterioro y que ha sido tan poco cuidada por quienes tenían el deber de hacerlo: un drama que viven muchas de nuestras ciudades hoy.
Pienso en Valparaíso, por ejemplo, que se me cruza en la memoria y las emociones mientras camino por esta capital del sur, tal vez por la sensación de ciudad puerto o por las luces en los cerros, en la noche. Puerto Montt también sufrió la violencia nihilista del “estallido” del 2019 y era doloroso ver hasta hace poco negocios, iglesias, tapiados para evitar su destrucción. Muchas casas patrimoniales han muerto en esta ciudad y en otras del país, y los habitantes han perdido parte de su historia y de su memoria, y con ello también de su futuro. Hay casonas fantasmales que alguna vez esplendieron orgullosas y que hoy parecen el escenario de una película de terror, a punto de desmoronarse, si es que el fuego no las ha consumido ya. Esas casas hablan, como la del poema de la poeta cubana Dulce María Loynaz “Últimos días de una casa”: “Soy una casa vieja, lo comprendo/ poco a poco —sumida en el estupor—/ he visto desaparecer/ a casi todas mis hermanas/ y en su lugar levantarse a las intrusas (...)/ Tal vez el mar no exista ya tampoco/ o lo hayan cambiado de lugar...”. La casa que se queja así está tal vez en el barrio del Vedado (donde vivió la poeta Loynaz) de esa Habana que no puedo dejar de recordar en todo su derrumbe y su caída.
Pero aquí el mar todavía existe, y la recuperación de la costanera en Puerto Montt ha sido otra buena noticia para los portomontinos, que vuelven a recuperar su dignidad y orgullo en una ciudad que a veces parecía ganada por la delincuencia, el comercio ambulante y los mendigos y la droga, que lo está devastando todo en Chile: nuestros barrios, nuestros jóvenes y, sobre todo, nuestra esperanza. Todas las ciudades de nuestro país tienen derecho a la esperanza, y sobre todo una ciudad tan estratégica como esta, frente al seno de Reloncaví, imagen de lo abierto que nos invita a reconquistar y habitar nuestro milagroso territorio. Me imagino al señor Pauly y a la señora Oelkers en 1920, embelesados, escuchando un concierto de piano en el salón de la casa, mientras afuera llueve tenazmente y el viento hace vibrar las ventanas. La música, la poesía, el arte salvan, cobijan, sobre todo en este extremo sur del planeta.
Cierro los ojos: Roberto Bravo está sentado en el piano, en la ceremonia de reapertura de la Casa Pauly Oelkers, y se llena el aire de belleza. Tal vez es el mismo piano donde tocó alguna vez Claudio Arrau. A lo lejos, el machaque incesante e invasivo de un reguetón parece querer competir con la música que nace del espíritu, que es lo que necesitan nuestras ciudades urgentemente: ¡espíritu! Siento a Puerto Montt sonreír, como si la estuvieran acariciando en los oídos, los ojos y el alma. El centro de la ciudad, degradado, necesita recuperarse y a eso estamos asistiendo en este acto: a una ceremonia de sanación. Los fantasmas de la casa Pauly están de fiesta y nosotros con ellos: el pasado y el futuro de Puerto Montt esta noche se tocan. Y pareciera que las ondas de la música y las olas del mar —a nuestras espaldas— conversaran.