“El peor presidente de la historia”, repetía, una y otra vez, la generación que hoy ostenta el poder. Se referían así al todavía presidente Piñera en sus últimos días de mandato. Quién sería ministra vocera, Camila Vallejo, se paseaba por todos los canales repitiendo aquella frase. Era que no, si el entonces diputado Boric, mientras era candidato presidencial, enarboló el “está avisado”, para advertirle que sería perseguido como violador de derechos humanos.
Justo al otro extremo, eran muchos los que tildaban a Piñera de “cobarde”, de “haberse bajado los pantalones ante la extrema izquierda”, de haber “entregado la Constitución”. Era la derecha dura, que hay que suponer pretendía que salieran los tanques a disparar para poner orden.
Unos y otros denostaban a Piñera, tal como aquella vieja tesis de la Ciencia Política que habla de la “teoría de la herradura”, para mostrar cómo muchas veces los extremos se acercan por vías distintas.
Dos años antes de partir, había ocurrido el “estallido social”. Esa borrachera colectiva que llevó desde quemar el edificio de Enel a protestas en costosos 4x4, por tener que pagar peaje camino a la costa. Fueron pocos los que se salvaron del delirio. Y si bien rápidamente se acuñó la frase de “no son 30 pesos, son 30 años” (lo cual por lógica excluye de responsabilidades a quien detentaba el poder), el Partido Comunista se demoró menos de 12 horas en pedir la renuncia del Presidente, y desde el centro hasta la extrema izquierda cayeron casi todos… (los pocos casos que levantaron la voz contra la insensatez, como Javiera Parada, fueron tratados de traidores y vendidos).
Lo que vino después es conocido por todos. Una popularidad del 6%, en el estadio la gente coreaba “¡Piñera, asesino igual que Pinochet!”, y un gobierno que braceaba simplemente para llegar a la otra orilla.
La frase que más se escuchaba entre los pocos partidarios y en el propio Piñera es “la historia juzgará”.
Pues bien, la historia empezó a juzgar.
Y la paradoja total queda reflejada en una reciente encuesta Criteria, que expone a Piñera como el mejor presidente desde el retorno a la democracia. Ello muestra dos cosas: que Voltaire tenía razón cuando decía que “el pueblo cambia en un día”, y que hay una profunda derrota ideológica (temporal, como nos recuerda Voltaire) de este gobierno. De alguna manera, el Presidente Boric asumió creyendo que Piñera era el peor presidente de la historia y terminará debiendo aceptar que la tesis cayó por su propio peso.
La muerte de Piñera hace justo un año le ayudó. Una caída desde los aires lo terminó catapultando.
Piñera, obviamente, tuvo luces y sombras. Paradójicamente, no estuvieron igualmente repartidas entre su vida empresarial y su vida política. Si bien en los negocios creó algunas empresas, fue ante todo un hábil generador de pasadas que le permitió enriquecerse en una generación. Tuvo un buen ojo desde siempre, aunque muchas veces estuvo bien en el límite (y a veces lo traspasó).
En su vida política, en cambio, su trayectoria es impecable. Opositor a Allende cuando en Chile asonaban los vientos de la dictadura del proletariado, apoyó el Golpe, pero rápidamente pasó a la oposición cuando parecía evidente que había un interés en perpetuar el poder. Fundador de la “democracia de los acuerdos” como opositor a Aylwin, colaborador y moderado. Tal como fue cuando fue presidente.
La reconstrucción del terremoto, el rescate a los mineros y la gestión ante el covid fueron tres muestras de un sello gerencial de hacer política que resultaron, a la vez, el principal acierto y, de alguna manera, el principal defecto. Porque la conducción política no formó parte de sus activos. Y aunque suene paradójico, debió morir para construir un legado político.
En momentos en que el Gobierno tiene severos déficits de gestión, en momentos en que la idealización de la revuelta ha caído completamente, en momentos en que los 30 años vuelven a ponerse en valor, en momentos en que se dimensiona la actuación de la oposición a Piñera, la historia le vuelve a jugar a su favor.
Pero, sobre todo, en momentos que se dimensiona que el camino tomado ante la mayor crisis política que vivió Chile en 50 años fue el correcto, su figura se enaltece. No fue un entreguista ni tampoco un violador de derechos humanos.
Tal vez lo ocurrido es una buena muestra de que Oscar Wilde tenía razón: “El único deber que tenemos con la historia es reescribirla”.