Hay personas que sencillamente no leen y algunas que leen muy poco. Hay otros que sí leen, pero se vanaglorian de jamás leer una novela, insinuando que ello es algo menor, frívolo, algo tal vez “femenino” y una pérdida de tiempo.
“¿Quién necesita la novela?”. Es el título de un ensayo de Joseph Epstein que solo ha venido a reforzar mi creencia de que la lectura de la novela es la actividad intelectual suprema, pues solo a través de ella comprendemos que “la vida es más variada, más rica, más sorprendente, más bizarra que lo que habíamos creído”. Solo en ellas se abordan los temas universales: la amistad, el amor, las complejidades de los vínculos en un mundo en permanente cambio; qué mueve al ser humano, qué es el bien y el mal, qué hay detrás del odio, de la lealtad o de la traición. En suma, nos permite comprender mejor la esencia de lo que es ser humano; es allí donde germinan ciertas virtudes como la tolerancia, la compasión, la empatía, la comprensión de otras culturas y la posibilidad de trascender límites geográficos y culturales. Es así, por ejemplo, que inesperadamente este verano he podido identificarme con los personajes de un autor malasio (“La casa de las puertas”, de Tan Twan Eng) y de otro, libio (“My Friends”, de Hisham Matar), y vibrar con sus gozos y dolores como si fueran propios. Es a través de la literatura de ficción que podemos habitar las vidas de otros, ampliando nuestra experiencia y comprensión de la humanidad, sus matices, sutilezas y contradicciones. La novela, por cierto, cumple otros propósitos muy nobles: entre otros, constituye una insustituible fuente histórica, porque nos documenta los contextos sociales, políticos y económicos de su tiempo.
Si bien la ficción se origina en relatos como la Odisea y la Ilíada y luego en Cervantes y otros, la novela propiamente tal es propia de la modernidad y de la emergencia del individuo como sujeto autónomo, lo cual llevó a una nueva preocupación por la vida cotidiana de personas comunes y corrientes. Esto implicó una nueva valoración social de cada individuo, meramente en virtud de su condición humana.
La novela-panfleto, por otra parte, esa cuyo objetivo principal es relevar las virtudes de un grupo político (generalmente de izquierda), “los buenos”, y condenar a los “malos” (casi siempre de derecha), no tiene espacio en el canon de la buena literatura, pues en vez de comprender que somos “ángeles y demonios a la vez” y tratar de entender lo bueno y lo malo de cada uno, las tensiones y contradicciones que experimentamos, y enfrentar los dilemas éticos que sufrimos los seres humanos, prefieren —dice Epstein— el fácil expediente del “moralismo” más que la moralidad. Es más, en el mismo sentido, la corrección política que hoy asuela al mundo cultural y la camisa de fuerza que impone a la literatura son contrarias a la premisa de que el novelista puede imaginar la vida de otros, al margen de su etnia, género o religión; además, deja fuera la posibilidad de discutir honestamente amplios segmentos de la cultura e impone un clima de temor en los autores, que inhibe su creatividad.
Sin perjuicio de lo anterior, es de los cuentos y relatos que emanan las decisiones sobre la política y la sociedad, y evolucionan y se transforman los climas de opinión y las mentalidades, y se promueven los valores que impulsan el cambio social, al poner en discusión temas fundamentales centrales a la democracia como la libertad, las injusticias, los horrores del totalitarismo, la corrupción o las consecuencias de perder las libertades. De hecho, no es posible imaginar todo ello sin referencia a Orwell, Charles Dickens, Huxley o Tolstoi, como tampoco entender el surgimiento de los sentimientos antiesclavistas sin “La cabaña del tío Tom”.
En suma, ¿quién necesita la novela? Todos. Cada ser humano que desee pertenecer a lo mejor de la civilización.