Cuando aparece en el debate público la expresión “los pueblos originarios”, las reacciones se polarizan entre quienes, por una parte, caen rendidos ante esas supuestas divinidades terrenas y, por otra, quienes estimamos que el concepto es equívoco y exige clarificación.
Tratemos, efectivamente, la expresión “pueblos originarios” con mucho cuidado, porque si ciertas etnias son catalogadas de esa manera, el primer criterio para hacerlo suele ser el que “habitaban este territorio” antes de la llegada de los españoles. Pero esa razón es ambigua. Primero, porque esos once pueblos —¿o más?— no habían llegado a su porción territorial en el mismo momento —o sea, unos fueron “más originarios” que otros— y, segundo, no tenían conciencia de la que hoy consideramos “unidad territorial” y, por lo tanto, no compartían nuestro actual territorio. Se lo dividían, más bien: cada uno tenía el suyo.
¿Existía Chile en cada uno de esos pueblos? No. Pero, ¿al menos estaba en su deseo una futura unidad, o en potencia esa tendencia? Tampoco.
Por eso, cuando en la Convención Constitucional el pleno aprobó el reconocimiento específico de once “pueblos originarios” como “pueblos y naciones preexistentes al Estado”, se estaba afirmando —aunque probablemente sin conciencia en muchos convencionales— que Chile no existió sino con posterioridad.
En efecto, el hecho de considerarlos “preexistentes al Estado” significa obviamente que ese Estado, Chile, es posterior y distinto de cada uno de esos pueblos. ¿Y qué lo hace distinto? Ante todo, la confluencia de la sangre de cada uno de esos pueblos con otras sangres, proceso que, además, no fue producto del mestizaje de esos once pueblos entre ellos —eso ocurrió muy minoritariamente—, sino resultado de la mezcla con sangres que vinieron de fuera del territorio.
¿Cuáles sangres? Obviamente, en primer lugar, las españolas, múltiples y espaciadas en el tiempo: extremeños, andaluces, castellanos, vascos, navarros, catalanes, etc. Pero, ¿quedó “hecho” Chile hacia comienzos del siglo XVII, momento en que según Néstor Meza existe ya una cierta conciencia nacional entre los afincados o nacidos en el territorio? No, Chile se siguió haciendo…
Y llegaron los ingleses, los franceses, los alemanes, los palestinos y libaneses, los croatas, los italianos, los griegos, los sirios, y todos “los demás” (perdón por esta generalización, que es solo por economía de espacio).
Y así, Chile se siguió haciendo… y se sigue haciendo. ¿No resulta entonces inapropiado calificar solo a aquellas once etnias de “originarias”, cuando al origen de un Chile siempre en evolución han confluido decenas de otras sangres, las que a su vez venían obviamente ya muy mezcladas?
Una posibilidad es que llamemos “pueblos originarios” a todos los que han entregado aquí su savia, pero “lo que una palabra gana en extensión, lo pierde en comprensión”. Quizás, por eso, sea mejor utilizar la expresión “las sangres que han hecho de Chile un país mestizo”. Y así nos evitamos dos cosas: el racismo indigenista que ha amenazado con disolver la unidad nacional y el chovinismo blanco que pueda sentirse llamado a rechazar nuevas aportaciones al mestizaje nacional.
Y el tema no es banal. Detrás del racismo indigenista están las tesis de Boaventura de Sousa Santos. Su afán por “descolonizar” es, por supuesto, un empeño ideológico por “deschilenizar”. Poco antes de ser acusado por siete mujeres de acoso y de aprovechamiento de su trabajo intelectual, el sociólogo portugués había expuesto ante la Convención Constitucional, y hasta hoy, sus tesis, veneradas en ciertas izquierdas, amenazan el futuro nacional.