Desde que existe la universidad, hace ya casi mil años, el ensayo ha sido una de las formas canónicas de hacer a los estudiantes reflexionar y también de evaluarlos, especialmente en las humanidades. Cuesta pensar en ejercicios más completos: requiere escoger una pregunta con algún interés, pensar en argumentos y contraargumentos, darles estructura, ponerlos en papel y luego leer y leer y volver a leer, buscando consistencia, lógica, ritmo y, si tenemos suerte, quizás un poco de gracia.
Hoy, sin embargo, se dice que el ensayo está muerto. La inteligencia artificial que está al alcance de la mano de todo estudiante produce en segundos un ensayo de calidad suficiente. Y las herramientas de “contrainteligencia”, supuestas a determinar la probabilidad de que un texto haya sido originado artificialmente, dejan mucho que desear —al fin y al cabo, estos métodos tienen como meta hacerse indistinguibles de lo humano—. Algunos profesores aún apostamos a la confianza, sobre todo con estudiantes más maduros, pero es controversial darles demasiado peso en la educación universitaria a evaluaciones cuya autoría, en última instancia, bien podría corresponder a una máquina. Hay quienes se han inclinado por el ensayo presencial, improvisado en un módulo de clases, pero aunque este ejercicio es interesante, es distinto: el ensayo se cocina a fuego lento y parte de su valor radica en el tiempo dedicado a testear las ideas y luego a leer y releer sucesivamente.
Pero el problema de la muerte del ensayo es mucho más profundo: ¿hace sentido forzar la reflexión escrita en personas que quizás nunca vayan a necesitar redactar un párrafo por sí mismas? La inteligencia artificial hoy, por lo bajo, nos escribe resúmenes, correos, nos traduce, da ideas y edita muy bien lo que escribimos. Es posible que en el futuro ella termine reemplazando completamente al acto de escribir. El mundo podría llegar a estar lleno de profesionales, profesores, expertos que no escriben y, con el paso de los años, tal vez, de muchos de ellos que jamás en su vida lo habrán hecho.
¿Cómo será la forma de pensar de alguien que nunca ha intentado dar un orden por escrito a un conjunto de ideas, a veces vagas, a veces informes, a veces, hasta contradictorias? ¿Operará igual la cabeza de quien jamás ha construido un párrafo propio, ni ha debido enfrentarse una y otra vez a sus palabras, inconforme, buscando un cierto tono? Yendo aún más lejos, ¿cómo se formará el talante intelectual, de ser pensante, de quien no conoce el vacío de la hoja en blanco?
Estas preguntas podrán sonar conservadoras, anacrónicas, parecidas, tal vez, a las que esbozaron los escribas ante el arribo de la imprenta; quizás hasta terminen pareciéndonos absurdas, como esos ascensoristas que hasta hace poco subsistían en algunos edificios del centro. Pero, aun así, intuyo que algo importante se perderá si nuestros estudiantes no experimentan esa actividad tan sofisticada, tan exclusivamente humana, que es la escritura, cuya invención definió nada más y nada menos que el comienzo de la historia.