Desde los años que precedieron a la caída del Muro, en 1989, la discusión pública sobre economía política y su aplicación en una gran cantidad de naciones a lo largo del mundo estuvo, en general, orientada a conferir más vigor a la economía de mercado, entendida como inseparable del libre comercio internacional, fortaleciendo la economía mundial de mercado.
Es lo que muchas veces se llama globalización, nombre algo engañoso. Primero, en último fundamento hay un hecho básico de la historia, esto es, la interrelación básica de las sociedades humanas con el entorno inmediato y también con uno más lejano. Segundo, la interrelación económica, la globalización inicial y la que se desarrolla a lo largo de siglos, fue siempre acompañada por un activo comercio espontáneo, que suponía al menos reglas del juego tácitas que se acataban. Había sociedades comerciales; pero las que no lo eran también lo tenían. Incluso, esto se daba en el intercambio de la sociedad arcaica (si se quiere, originaria) cuando se trataba entre tribus, en modalidades donde, si uno escarba en los datos, existía algo así como un mercado. Tercero, esta tendencia, y diría necesidad, de interrelación es paralela a la existencia igualmente insustituible de soberanías políticas (o naciones, Estados) que requieren de ese mundo productivo y de sus reglas del juego, pero a su vez poseen otra lógica, tal cual el mundo de la cultura y del espíritu obedecen cada uno de ellos a sus propias esferas, también irreemplazables de los humanos. Son principalmente las soberanías las que crean el espacio o territorio donde se crían usos y costumbres, regulaciones e incentivos para hacer respetar aquellas reglas del juego.
¿Qué sucede ahora? Lo que tenemos en nuestra era moderna es que desde hace casi tres siglos la teoría económica le ha dado voz a esta práctica milenaria, en parte como respuesta al crecimiento avasallador de la economía moderna (o capitalismo, si se quiere), y el debate, sereno o apasionado, sobre esta, ha sido acompañado de la palabra, ilustrada o no. El debate entre las regulaciones y las aperturas a la economía mundial de mercado —se la llame o no de esta manera— es un fenómeno de larguísima duración, que recorre a toda la política moderna y quizá jamás nos abandonará. Se dice que la Gran Recesión (2008) originó un rechazo popular a la globalización y propició el retorno a un mundo de bloques. Demostró carencias en las regulaciones; el asunto es cuál regulación es la apropiada. Se vio que lo predecible en este campo, como en tantos otros, es limitado; y que también las autoridades responsables supieron sacar de debajo de la manga una respuesta fulminante que al menos evitó otro crash como el de 1929.
¿Cómo reaccionarán países como el nuestro? Lo decidirá la pugna política y la batalla por las ideas públicas. Sumando y restando, en contraposición a las políticas de bloques, los períodos de apertura en los mercados han sido más favorables para sacar de la pobreza a vastos sectores humanos. Un bloque económico de países subdesarrollados no tiene mayor sentido, y se transforma en olla de grillos. Si se espera que una gran economía latinoamericana como la de Brasil (sin embargo, de ingreso per cápita inferior a la chilena) será más benigna, basta solo examinar a Odebrecht, que en propalación de malas prácticas dejó chiquitita a tanta transnacional norteamericana del siglo XX. Debemos convivir con este mundo, manejándonos entre estos bloques, en general, menos formidables de lo que se ve en el papel. Al final de los finales, la orientación —no exclusiva— hacia el corazón original de la economía moderna es lo más promisorio.