Con la casi segura ingenuidad con que se hacen estas peticiones de inicio de un nuevo año, me animo a formular la que encabeza esta columna. Pero vayamos por partes.
La política es una muy antigua actividad pública, que tiene que ver con el poder para adoptar decisiones colectivas vinculantes para todos los integrantes de una sociedad. Por tanto, y cualquiera sea la forma de gobierno que se tenga, siempre habrá política, puesto que en toda sociedad, además de las muchas decisiones individuales que cada cual puede adoptar libremente, resulta inevitable tener que tomar decisiones colectivas para la supervivencia y desarrollo del grupo de que se trate.
Es por eso que interesa no solo hacer política —las dictaduras también la hacen—, sino hacer política democrática, que es aquella que se sujeta a reglas —yo cuento por lo menos 18—, partiendo por que la política democrática se hace en paz, sin violencia, sin poner la pistola sobre la mesa ni amenazar a otros. Es famosa la definición de Karl Popper: la democracia consiste en reemplazar gobernantes ineptos sin derramamiento de sangre. Bueno, ineptos y también esclarecidos, porque ambos deben cesar en el poder luego de un tiempo predeterminado.
El punto de partida de Popper es lo mínimo, puesto que la democracia asegura no solo el acceso, ejercicio y reemplazo pacífico del poder. Regula también el incremento y conservación del poder. Así las cosas, la vara democrática es alta: sujeción a reglas no solo para competir y ganar el poder, sino para ejercerlo, conservarlo, incrementarlo, y sustituir periódicamente a quienes lo tengan en sus manos.
Se propone ahora un nuevo sistema político, que deberá discutirse y aprobarse de acuerdo con las reglas de la democracia, lo cual, gracias a esa sola reforma, pondría término a la pausa constitucional en que nos encontramos, una pausa que por momentos más parece una siesta. Nos gustan esas pausas, como también las de carácter legislativo, con el pretexto de hallarnos en algún “período de reflexión” que, en el mejor de los casos, rematan en una “ley corta”, o sea, una ley parche. Nos encanta vivir en “entretiempos”.
Cabe desear que la reciente iniciativa constitucional vaya más allá de un simple remedio para la fragmentación partidaria que venimos arrastrando y aumentando hace años. ¿Qué sentido tiene abandonar los partidos para declararse ahora “independientes” y, al poco rato, pasar a formar otro seguramente tan minúsculo como los que se acaban de dejar de lado? Quienes no militan en algún partido tienen derecho a elegir y a ser elegidos para cargos de representación popular, pero esto de pasar súbitamente a “independientes” se está pareciendo mucho a una engañosa chapa publicitaria, que pretende sacar ventajas de la crisis de los partidos o, peor aún, pretender pasar por “puros” o por “nuevas rostros de la política”.
Si algo caracteriza a una república es el predominio del bien general o común sobre los intereses y apetitos particulares o de grupo, que es lo que declaran todos y se practica solo de vez en cuando. Es por eso que necesitamos estimular un altruismo republicano, en el entendido de que el altruismo consiste en la difícil práctica de favorecer a los demás y no únicamente a sí mismo, y, antes aun que eso, en la práctica, de no dañar abiertamente a los más.
Precisamos una urgente transfusión de altruismo republicano, pero los donantes son cada vez más escasos, y tampoco el altruismo se debe reducir a emocionarse con la canción nacional o a conmoverse en un funeral de Estado o a poner banderitas tricolores en viviendas, automóviles y edificios públicos.
Menos fiebre electoral ramplona y oportunista, rayana a veces en la neurosis, y más altruismo republicano.