Una de las consecuencias del aumento desatado de la delincuencia —además del miedo y la inseguridad, que nos hacen cambiar nuestros hábitos y costumbres— es el creciente riesgo de un auge de la autotutela (la necesidad que sienten los ciudadanos de ejercer por sí mismos su propia defensa, al margen de la ley, ante el abandono percibido de las instituciones encargadas de resguardar la seguridad). Ello es el fin del Estado de derecho y el retorno a la ley de la jungla. Por otra parte, también surge una mayor demanda —y ya la estamos viendo— a favor de la restauración de la pena de muerte.
Pues bien, esta pena atenta directamente contra el derecho más fundamental a la vida y, por lo tanto, su legitimidad moral y conveniencia práctica merecen atención rigurosa y racional.
Lo primero que habría que analizar es la pregunta que tan ilustradamente planteó en el siglo XVIII el filósofo Cesare Beccaria: ¿cuál es el propósito del castigo en una sociedad civilizada? Partamos por recordar que hasta esa época, con mínimas excepciones, perduraban prácticas deleznables y perversas en los tratamientos a los cuales los soberanos podían someter a sus súbditos: muerte en la rueda, las más diversas y despiadadas torturas, mutilaciones, muerte en la hoguera, descuartizamiento y decapitaciones. Además, eran castigos que cobijaban espectáculos de fiestas y regocijos populares en plazas públicas en los cuales, según descripciones de la época, miles de personas se congregaban a reír, gritar, bailar y celebrar en medio de orgías de alcohol y libertinaje.
En este contexto, el revolucionario libro Dei delitti e delle pene (1764), de Beccaria, establece los principios fundantes del derecho penal moderno y redefine los límites y objetivos del castigo. Desde luego, no son los jueces quienes de acuerdo a sus inclinaciones y preferencias pueden arbitrariamente condenar a un inculpado, sino que es imperativo un proceso establecido y de acuerdo a leyes conocidas e iguales para todos. Tan importante como ello es la introducción de la idea de que el castigo no debe perseguir la represalia ni la venganza, sino, por el contrario, debe ser el mínimo razonable y proporcional al crimen cometido; su fin es proteger a la sociedad impidiendo la reincidencia y actuar como disuasivo para los demás.
Lo importante, en consecuencia, es dilucidar su eficacia y establecer si la pena de muerte actúa o no como disuasivo o si es la mejor forma de proteger a la sociedad en comparación con la prisión perpetua efectiva.
Las evidencias al respecto suelen ser contradictorias, pero prima en general la convicción de que su impacto en la criminalidad no es significativo. Así, por ejemplo, en la mayoría de los asesinatos los delincuentes actúan impulsivamente o bajo el efecto de las drogas y el alcohol, y no miden racionalmente las consecuencias de sus actos; en este sentido, más efectivos son la certeza del castigo, las actitudes culturales respecto al crimen y la calidad de los sistemas legales y judiciales.
Más importante que lo anterior es la evidente falibilidad del sistema judicial y el peligro de errores en los fallos, de los cuales hay numerosos ejemplos, en que inocentes han sido condenados a morir. Además, elimina un elemento esencial de la civilización cristiana, que es la posibilidad de la rehabilitación.
Tuve la oportunidad de asistir durante días al debate por su abolición en la Cámara de los Lores, cuando ella aún era una rama legislativa, y también la máxima corte de apelación, integrada por jueces de la más alta calidad intelectual y moral. Entre múltiples argumentos a favor de la abolición, para mí, el cierre de la discusión se produjo cuando uno de ellos describió en detalle el juicio y la cruel y violenta ejecución de una persona en el medioevo: ¡tenía solo 7 años y su delito era haber cortado un arbusto para leña!