La derecha ha estado atravesada por la pugna de atenerse a principios o privilegiar acuerdos. Por momentos, esta parece más afilada y agresiva que aquella entre gobiernistas y opositores. Sin pretender que el punto medio sea la solución a todo —entre otras razones, porque ello se asemeja a un charquicán donde no se saborea qué es qué—, no tiene mayor sentido interpretarlos como polos opuestos. Se trata de una tensión no solo inherente a los asuntos humanos, sino que caracteriza con particular acritud la credibilidad de la democracia. Nunca escaparemos al dilema de movernos entre principios y su traducción práctica, que jamás será idéntica al modelo.
El día a día, en especial en política, con su pequeña batalla, desdibuja toda estrategia y finalidad general orientada a principios. Por otra parte, y esto muchas veces pasa completamente inadvertido, lo que con gesto de superioridad moral y altisonancia se llama a veces “posición de principios” no es más que trinchera autorreferente, la forma o letra del nombre que se invoca, tras lo cual no hay más que hojarasca. En estos casos el principio no pasa de ser simple consigna que no rompe las fronteras de lo ideológico.
Más que ademanes fundamentalistas, lo que se requiere es una estrategia que distinga entre medios y fines; y que estos últimos correspondan a una orientación, no a una definición estrecha. Todo esto es más difícil en la derecha que en la izquierda. Esta nació como una postura no tanto social o de movimientos sociales, sino que proviene de un diseño verbalizado, de palabra, teoría o doctrina si se quiere, en todo caso racionalización de impulsos vitales. La derecha es una reacción más o menos espontánea frente a este desafío, una posición vital en busca de una estructura explicativa que no le sale fácil, aunque se asienta en una experiencia con más visos de realidad.
Aunque en el Chile actual este dilema —como otros por doquier— es común a izquierdas y derechas, son estas últimas las que han estado íntimamente trinchadas ante sí mismas y ante el público por esta disyuntiva que en medida no poco importante se reduce a batahola de palabras algo vacías. Con todo, esto tiene consecuencias finales no solo en la imagen que proyectan, sino también y más ominosamente en la gobernabilidad del Estado y del país, que ha venido deteriorándose por más de una década. Al igual que las izquierdas, las derechas nuestras solo podrán ganar elecciones y, más importante, conferir credibilidad a su acción si se unen o al menos se coordinan mejor.
En democracia siempre existirá una derecha liberal y otra conservadora, lo que pertenece a la estructura íntima de la política moderna, tal cual las izquierdas tienen un corazón socialista y otro liberal. Todo intento de suprimir una de sus caras dejará inerme a la otra. Es cierto que la definición de liberal o conservadora que hace cada sector de la derecha es a veces vaga, o parcial en un tema polémico muy acotado, y en el devenir con recurrencia se olvidan de los principios. Esto último es por lo demás muy propio de la política, democrática o no, de derecha e izquierdas. Algo de esto se ha visto en la disputa sobre las pensiones.
En el día del Nacimiento parece extraño preocuparse por esta pequeña o, en unas pocas ocasiones, gran política. Si por un instante pensamos que con cada niño que nace se recrea la esperanza en la vida humana y el futuro, a pesar de nubarrones negros que siempre han existido y que persistirán hasta el fin de los tiempos, tenemos el deber de perdurar en la brega por armar y rearmar la buena sociedad humana para nuestros descendientes. Lo que aporta la política es una de sus caras.