He acumulado algunos libros de diarios para lecturas de verano. Asomarse a las intimidades de un alma humana es un paso que a veces se atraviesa con descuido. Sin embargo, lo que aparece más lejano acaso nos intranquilice menos y, en consecuencia, podamos observarlo con detención, como si no fuera capaz de rozarnos.
Quizás por ello me reconozco un lector con predilección de diarios. No me refiero a las memorias, una elaboración a posteriori en la que podemos sospechar cierta manipulación. Escribir memorias es, en cierta medida, escribir una novela de sí mismo, lo que no está mal. El escritor de diarios, en cambio, es un ser misterioso: deja día tras día, con interrupciones variables, un registro de hechos, pensamientos, emociones, sueños.
El escritor de diarios testifica, deja caer en el papel su vida en la medida que su lucidez se lo permita. Puede equivocarse respecto de sí mismo, pero tratar de engañarse, no (otra cosa es lo que haga el editor si los diarios son publicados post mortem). Hay en ellos una vocación de veracidad estremecedora: tienen un parentesco con las confesiones. Es posible, no lo niego, que los diarios sean también ficcionados, retocados, reelaborados por su autor. Ernst Junger, el pensador alemán que nos legó el último gran diario, reconoce que muchos de ellos están escritos a partir de anotaciones mínimas que después desarrollaba al igual que los botones dejados en el agua por la noche aparecen abiertos al amanecer.
Un obseso escritor de diarios (pienso en Amiel o Léauteaud) que llevaba casi un registro uno a uno de sus días, se veía forzado a dedicar una parte sustantiva de su vida a escribir lo que le había ocurrido en la otra parte. El escritor de diarios, así, ha de vivir su vida con cierto aire de paseante para de ese modo, además de vivirla, tener tiempo para poder observarla y anotarla.
Sin perjuicio de los gigantes citados más arriba, a usted lector moroso, recomiendo, para mencionar solo algunos, El oficio de vivir, de Cesare Pavese; La tentación de un fracaso, de Julio Ramón Ribeyro; Los movimientos del pensar, de Ludwig Wittgenstein; los Diarios íntimos, de Luis Oyarzún; los Diarios, de Raúl Ruiz, y los Diarios de Witold Gombrowicz. Son textos escritos por mentes poderosas, de una inteligencia fina y, al mismo tiempo, individuos de extrema sensibilidad, esto es, sentían mil allí y cuando es común sentir uno. Los recomiendo, pues, con la cautela que habría de tener un niño que se asoma a pozos profundos.