El “derecho a la salud” es en verdad un “derecho a atención sanitaria oportuna y de calidad”, tanto preventiva como curativamente, aunque es común que se utilice la primera de esas denominaciones. No se trata de cualquier derecho, sino de uno de los que han sido declarados como “derechos fundamentales” por la mayoría de los ordenamientos jurídicos nacionales y por el derecho internacional.
Lo anterior es de conocimiento común, lo mismo que la ubicación de aquel derecho entre los derechos sociales. Hay también derechos fundamentales de otro tipo —por ejemplo, civiles, políticos—, y uno de sus rasgos sobresalientes es la titularidad universal de tales derechos, que por eso se consideran “fundamentales”. Los derechos civiles limitan el poder, mientras que los políticos fueron más lejos y consiguieron participar en el origen y ejercicio del poder. Los derechos sociales escalaron aún más, transformándose en exigencias de prestaciones básicas que deben ser satisfechas por cualquiera que ejerza el poder, en concurrencia o no con organizaciones privadas que apunten a la obtención de dichas prestaciones. Así, casi nadie duda de que la existencia de un sistema público de salud en el que cotizaran todos puede ir acompañada de actores privados que obtienen beneficios para sí, aunque sin que por ello estos últimos se comporten como una simple industria destinada únicamente a obtener y distribuir utilidades entre los inversionistas.
Tratándose de un derecho social como el de atención sanitaria y otros, que exigen presencia del Estado, ellos son compatibles con agentes privados interesados en sus ganancias, pero —y si se trata de esa clase de derechos fundamentales— lo cierto es que no puede faltar un componente de solidaridad entre distintas generaciones, entre hombres y mujeres, y también entre muy ricos, ricos, pobres, y muy pobres. No todo en las sociedades en que vivimos puede consistir en relaciones de intercambio y de competencia, omitiendo los indispensables vínculos solidarios que se requieren. Una sociedad insolidaria es una sociedad humanamente empobrecida y que ve dañado, en los hechos, el ejercicio efectivo de las libertades que se declaran en los textos constitucionales.
Los agentes privados que atienden el derecho a la salud, así se trate de una minoría de usuarios como es el caso chileno, cometieron el grave error de pensar solo en sus ganancias, además de incurrir en abusos que tuvieron que ser corregidos por la vía judicial, y esto durante los muchos años en que esos mismos agentes, como también los de carácter político, no tuvieron la visión ni la entereza que se requerían para sustraerse al lobby, las presiones y el lucro excesivo de los grupos que se rehusaron a impulsar nuevas decisiones legislativas, sin inmutarse por lo que ocurría por largo tiempo. Resulta también absurdo que se culpe a la judicialización por lo ocurrido ahora con los plazos y montos de las devoluciones, porque, ¿qué hace un acreedor al que le cobran en exceso y el deudor se niega durante años al pago de lo adeudado?
Hoy estamos en el problema de las devoluciones de las isapres por prolongados cobros indebidos. Ya no se trata solo de reclamar el derecho a la salud, sino, menos que eso, de que se reintegre lo que por largo tiempo se cobró en exceso. Que se haya votado una ley parche en medio del apresuramiento, lobby y presiones que se desplegaron con el anuncio de que las isapres irían a la quiebra, es algo que se negocia en este momento por el Estado y los propios agentes privados de salud, y la pregunta es si continuaremos dando la espalda a la solidaridad y retardando quién sabe hasta cuándo una legislación de salud en forma.