Ni los millennials y menos los de las generaciones Z y Alpha tienen por qué saberlo, pero hace años, muchos años en realidad, había varias reglas que se respetaban a rajatabla a la hora de jugar una pichanga en la calle o en cualquier canchita de tierra.
A saber: los dos mejores estarían en equipos diferentes y elegían alternadamente los integrantes de cada equipo; el que era convocado último se sentía humillado, despreciado, avergonzado; el más malo o el gordito iba al arco o si no, había alternancia por cada gol en contra (muchos se dejaban pasar uno para salir del martirio); no había árbitro y los cobros los sentenciaba el que gritaba más fuerte; jamás se contradecía al dueño de la pelota; el que tiraba el balón lejos tenía que ir a buscarlo; el partido se interrumpía cuando pasaba un auto, y terminaba definitivamente cuando se iba la luz y, fuera como fuera el marcador en ese momento, el que hacía el último gol, ganaba.
Viejos y lindos tiempos. Era la nobleza de jugar a la pelota solo por el hecho de hacer algo que convocaba, que forzaba una competencia leal y que, a la larga, provocaba un disfrute inexplicable.
Muchos crecimos al amparo de estas reglas no escritas, pero respetadas como si hubiesen estado forjadas en piedra.
Hoy, por cierto, eso es prehistoria, puro lirismo. Los tiempos han cambiado (como debe ser, por lo demás) y hoy los cabros chicos, y los no tan chicos, juegan las pichangas solos o, a lo más, con un solo partner y con las normas impuestas por la Play.
¿Se fue todo al tacho de la basura? ¿Ha muerto el fútbol?
No, claro que no. Sigue siendo la pasión de millones. Pero de que ha cambiado, ha cambiado. Para bien y para mal. Porque se ha profesionalizado, pero también se ha mercantilizado en exceso.
Los niños que quieren jugar fútbol “de verdad”, tienen hoy acceso a pelotas livianas, a zapatos de fútbol que parecen zapatillas de ballet, a camisetas de Messi, de Cristiano Ronaldo y de Vinicius Jr., a canchas con pasto sintético, arcos de verdad y camarines. Pero todo hay que pagarlo. Nada es gratis. O sea, de alguna forma, lo que antes era para todos, hoy no es para muchos.
Y la responsabilidad es de quien maneja todo. Como siempre, del dueño de la pelota, en este caso de la FIFA, que en las últimas décadas, y muy especialmente en la actual administración de Giani Infantino, ha dado señales inequívocas que lo que importa es ganar. Pero no la gloria como antes, sino que el metal, el billete, la moneda.
Así se “entiende” que de la nada inviten a Inter de Miami al Mundial de Clubes (sin siquiera ser campeón de su liga) o que le den graciosamente el Mundial adulto de 2034 a Arabia Saudita, o que amplíen en forma descarada los cupos a los mundiales para así aumentar la parrilla televisiva.
Todo es plata. Todo tiene precio. Nada es gratis. La FIFA está hace rato matando la gallina de los huevos de oro y ni siquiera le importa.
Es hora de salir a la calle a protestar: armemos una pichanga a la antigua.