De niño me diagnosticaron una grave enfermedad. Me traté por años, y me curé. Pasé años sin visitar a un médico. Volví a los cuarenta. Lo típico: temas gástricos e inmunológicos. Quise otra vez curarme; volver a ser el de antes. Lo logré solo parcialmente. Seguí intentándolo con distintas dolencias. Lo mismo: ya no había cura, así que aprendí a tomar las enfermedades como condición. Ahora me basta con no estar peor.
Pienso en esto a raíz del balance del año que termina. ¿Estamos peor? Muchos estiman que sí, especialmente en mi generación. Comparan su presente con la vida cuarenta años atrás. Estamos peor. Desde luego éramos más jóvenes, lo que ayuda; pero la economía, la democracia, la convivencia, las oportunidades, ciertamente fluían mejor. ¿Por qué dejamos ese edén?, se preguntan con dolorosa nostalgia. ¿Por qué desviamos la ruta? Muchos culpan a los que condujeron el gobierno del país en esos tiempos; sí, a los mismos que entonces buscaban desalojar.
¿Cómo retomar el camino perdido? Es la pregunta que orienta a buena parte de nuestros actores públicos. Seamos realistas: no es posible retomarlo. Sus condiciones de posibilidad ya no existen. Chile y el mundo son hoy enteramente diferentes, y la historia no tiene marcha atrás.
En 1990 había caído el Muro y estallado la Unión Soviética. Reinaba sin contrapeso la pax americana. La democracia y el capitalismo se globalizaban. China crecía a dos dígitos, acelerando al comercio internacional. Florecían las clases medias y el ideal meritocrático. La izquierda abrazaba la “tercera vía”. Las nociones de Estado nacional, sindicatos y partidos políticos parecían obsoletas.
Chile se subió con particular éxito a la ola. Esto permitió el “milagro chileno”, ya descrito de sobra.
Pero nada dura para siempre. Lo que se inició en 1989 fue un ciclo excepcional en la historia humana, parecido al que siguió la segunda posguerra. El atentado a las Torres Gemelas mostró los primeros nubarrones. La nueva ecuación (capitalismo + globalización + democracia + DD.HH = felicidad) no era el “fin de la historia”. Esta volvió a emerger con guerras religiosas y terrorismo en el escenario del Medio Oriente, como siempre.
Luego fue el turno de la crisis subprime. En 2008 se desató una recesión internacional como no se conocía desde la Segunda Guerra Mundial. La recuperación tomó más de un lustro. Ella dejó de manifiesto las enormes desigualdades al interior de las sociedades a raíz de la relocalización industrial hacia China y otros países asiáticos. Fue pasto seco para corrientes populistas de derecha e izquierda. Desde entonces la conflictividad, la polarización y la inestabilidad han ido en aumento en el mundo entero.
El entusiasmo universal de los noventa llegó a su fin. Entramos a la “nueva mediocridad”, como señalara con garbo Christine Lagarde. China crece apenas al cinco por ciento. La máquina alemana se trancó, arrastrando consigo a Europa, donde reina la inestabilidad política. Estados Unidos crece, pero su sociedad está corroída por el miedo y la polarización. Así ganó Trump, con una campaña que dejó a la del Sí del plebiscito de 1988 como un cuento de hadas. Putin aprovecha todo esto para reconstruir el imperio ruso. Hamas, de su lado, para provocar una carnicería que ha roto los límites de lo que se creía tolerable en el mundo civilizado.
Chile no está ajeno a todo esto. Tal como se subió con éxito a la ola optimista de los noventa, se embarcó con inusitada pasión a la nueva ola que ha venido después. Arrastrados por ella, tras 2019 lo hemos probado todo. No hemos tenido éxito, pero hemos mostrado resiliencia. Somos alumnos adelantados. La experiencia nos ha vuelto saludablemente escépticos de las grandes promesas, del color que sean, lo que podría servirnos para aprovechar tiempos mejores. Por ahora, si conseguimos no estar peor démonos por satisfechos. Con este espíritu despidamos el año que termina.