Los 80 es una gran serie y Ana López junto a Juan Herrera, inmensos personajes. Ambientada en ese pobre e imperfecto Chile golpeado por la crisis del 82 (el PIB cayó 14%; desempleo de 24%), retrata el deseo incansable de salir adelante de la generación que se echó el país al hombro. “Tengo 45 años y ninguno de ustedes me va a enseñar cómo son las cosas”, dice Juan en la épica escena de la primera temporada. Hoy día, cuando la adolescencia se puede extender hasta los 30 (¿no lo ve en la política?), Juan suena de 60. En la serie fue obrero, vendedor, empresario, cesante, obrero de vuelta, supervisor. Pura resiliencia y hambre de progreso.
A veces se olvida, pero la generación actual enfrenta un shock laboral gigante. Entre febrero y julio del 2020, se perdieron en Chile dos millones de empleos. Un año después solo se había recuperado la mitad, recién en noviembre del 2023 el empleo alcanzó el nivel prepandemia y en cinco años los ocupados han aumentado apenas un 2,8%. Solo inmensos esfuerzos fiscales (habilitados por los treinta años de crecimiento) han contenido el drama. Pero no se equivoque. Este no fue un temblor de esos que, a pesar de que todo se mueve, uno espera sentado la calma. No, el movimiento de las placas laborales continúa silenciosamente.
Pensemos en las empresas. La destrucción de empleo es siempre dolorosa, pero con el tiempo permite ajustar faenas y ganar eficiencia. En los EE.UU., por ejemplo, parte de la reciente mejoría en productividad se debe al rebaraje laboral (great resignation): los puestos vacantes se llenaron con mejor capital humano para aprovechar la cuarta revolución industrial. Además, muchos mandos medios y altos desaparecieron, pues la tecnología facilitó la supervisión. ¡Qué suerte que en Chile eso no pasó!, dirá usted. No sea ingenuo: desde octubre de 2019, el número de trabajadores “no calificados”, “oficiales, operarios y artesanos”, “agricultores y trabajadores calificados agropecuarios y pesqueros” y “empleados de oficina” ha caído.
Por otra parte, más de una década de bajo crecimiento y equivocadas políticas laborales han limitado la recuperación del empleo luego de la pandemia. Sumemos, además, el cambio generacional. Millennials (nacidos en 1981-94) y Gen-Z (1995-2012) parecen menos dispuestos a tomar posiciones de liderazgo, por la demanda de lo que entienden es mejor vida. Démosles tiempo, las dificultades de financiar permanentemente tal aspiración los harán recapacitar. Y cierra la lista un sistema educacional que no entrega las habilidades necesarias para competirle (o complementar) a la inteligencia artificial (Pisa, Timss, Piaac lo indican), pero ¿no es toda amenaza una oportunidad para innovar?
Ese país pobre y en dictadura de los 80 se dejó atrás, pero el avance al desarrollo se frenó. Creciendo al 2%, la recuperación plena pospandemia se ve aún lejana, lo que retroalimenta el estancamiento. ¿Resignación? No. No nos sorprendamos si, bajo las condiciones correctas, la resiliencia y hambre de progreso de la clase media vuelven a hacer la diferencia. Los 80 no son el 2024, pero el ADN de Ana y Juan sigue entre nosotros.