Como país dividido en proyectos incompatibles (“globalizantes”, a decir de Mario Góngora), llevamos décadas amenazados por el peligro de sumirnos en la política de “suma-cero”, aquel juego en que los participantes pretenden que “el que gana, lo gane todo y, en consecuencia, el que pierde lo pierda todo”, versus la política donde la cooperación puede llevar a beneficios mutuos mejorando el bien de todos. Aquella, definitivamente, fue nuestra experiencia entre 1970 y 1990, para luego lograr un intervalo de 30 años de diálogos, acuerdos y consensos que llevaron a la que hoy, casi universalmente, es reconocida como una época de oro en nuestra historia.
Actualmente, una vez más, la intransigencia de los extremos para avanzar en una reforma de pensiones es el paradigma más ilustrativo de esa mentalidad, en que si no se logra imponer la totalidad de las aspiraciones propias, son preferibles el estancamiento y la parálisis.
Esta mentalidad —en que algunos se arrogan la representación monopólica de la pureza de “los principios” ante las amenazas de los “traidores” y donde la negociación es vista como debilidad e incluso cobardía— es la causa medular de la creciente y nefasta polarización de la política chilena. Ella agudiza los conflictos y las divisiones internas y elimina la posibilidad de objetivos comunes; así, bajo el imperio de una retórica agresiva, crea una atmósfera en que prima la hostilidad en vez de la amistad cívica. Esto afecta la gobernabilidad, aumenta la desconfianza y la desafección ciudadana —la cual no ve con buenos ojos la política solo como un campo de batalla—, contribuye a la parálisis legislativa y deja fuera la posibilidad de encontrar soluciones para una serie de problemas y temas que exigen medidas cooperativas que no son de corto plazo y, sobre todo, tiene consecuencias impredecibles.
Más aún, lo anterior transforma todos los asuntos en binarios, y así las visiones alternativas minoritarias sobre una diversidad de materias muy relevantes quedan marginadas de la dinámica política y de la discusión pública, como meras excentricidades. Es evidente que esta simplificación extrema en un mundo cada vez más complejo e impredecible aumenta la desconfianza, la animosidad entre compatriotas, el resentimiento y elimina peligrosamente la posibilidad de un destino armónico común, porque, en definitiva, el fin único de la política es la aniquilación del adversario.
Me atrevería a sostener que la política así concebida, como un juego de suma-cero, socava fundamentos esenciales de la democracia y los pilares de su cultura. En efecto, un factor constitutivo de la democracia es el pluralismo, vale decir, la idea de que distintas perspectivas, enfrentadas en un diálogo racional y constructivo, enriquecen las soluciones que se adopten. Por el contrario, el atrincheramiento en posiciones rígidas e inamovibles incita al encierro dentro de capellanías, donde la discusión crítica es reemplazada por prédicas dogmáticas a la propia feligresía para reforzar sus prejuicios e inclinaciones.
El problema es que la dialéctica de “ganarlo todo o perderlo todo” se basa en una narrativa convincente que apela a instintos primarios relacionados con la competencia y la supervivencia, mientras que el diálogo y el acuerdo exigen espíritu crítico, razonamiento, empatía y generosidad.
El mayor temor que suscita este desprecio por la política pluralista es que se acerca peligrosamente a soluciones autoritarias. Cuando los ciudadanos ya no se ven como partes iguales de un conjunto, sino como enemigos, surge inevitablemente la tentación de legitimar respuestas despóticas, que afectan las libertades civiles y silencian las opiniones disidentes, como una forma de garantizar el predominio indiscutido de la totalidad de las propias creencias y aspiraciones.