¿Habrá alguien a quien le interese auténticamente conversar? ¿Trenzar algo de ese intercambio sincero íntimo, ligero, que nos reúne en torno a la palabra? Porque la conversación, la verdadera, escasea o ha degenerado en monólogo, garrulería, batalla verbal o soporífero discurrir de anécdotas.
Según una vieja tradición, existen algunas reglas de una buena conversación. En primer lugar, no es conveniente hablar demasiado de sí mismo. En relación con ella, figura la prohibición del autoelogio, de contar los sueños o de hacer alarde de riqueza o posición social.
En segundo lugar, no hablar demasiado o, dicho positivamente, ser breve. Esta regla se vincula con la prohibición de monopolizar la conversación. “La conversación no es lo mismo que pronunciar arengas”.
En tercer lugar, respetar los turnos y no interrumpir a los otros. El recíproco intercambio de ideas es básico.
En cuarto lugar figura el principio cooperativo. Es esencial saber escuchar y no ser ofensivo ni contradecir brutalmente. Se admite, sin embargo, que una persona se incorpore a una conversación “con actitud de adversario” y sostenga un legítimo empeño por brillar con ímpetu. Pero sin exagerar. Todo hemos padecido alguna vez al “florero de mesa”.
En quinto lugar, la acomodación, esto es, la sensibilidad para la situación y la habilidad para adaptarse a distintos registros o estilos según la ocasión o la naturaleza de los participantes.
En sexto lugar, emplear un lenguaje llano, fácil, comprensible para todos. Esto excluye el lenguaje técnico, hablar a alguien en un idioma que no entiende o en claves que nadie más conoce. Mata la conversación la tendencia a ese lucimiento del hablar demasiado bien, el discurso elocuente y alambicado, el habla forzada o estudiada en extremo. Hay que evitar formas demasiado directas o impertinentes o excesivamente pedantes.
Es molesto, en séptimo lugar, el uso de un tono imperial, sentencioso, tribunicio.
La espontaneidad es el fuego de una buena conversación. Lo anterior excluye la formalidad excesiva o la afectación ensayada. Al contrario, exige la habilidad para ser ingenioso y diestro en las réplicas rápidas y en el uso respetuoso de bromas y chistes, de la ironía, con mesura, para que la conversación no se deslice hacia la agresión.
Como se advierte de estas modestas recomendaciones es indispensable buscar siempre “la santa mediocridad”.
No me resisto a incluir un principio esencial: “Un silencio oportuno tiene más elocuencia que el discurso”.
En fin, como me apuntó un buen amigo alguna vez, una conversación se fragua con buenos conversadores y todo buen conversador debe ser capaz, en algún momento (no de modo permanente), de infringir estas reglas.