Con una visita de apenas dos semanas a Japón carezco de toda credencial para transmitir una opinión fundamentada sobre la cultura y la mentalidad japonesas y, por ello, mi visión será meramente subjetiva e influenciada por experiencias emocionales y estéticas propias.
Me enamoré de Japón cuando, a una relativa temprana edad, vi por primera vez la legendaria ópera de Puccini Madame Butterfly, la cual tuvo efectos perdurables en mi desarrollo personal y cultural. En esta trágica historia de amor incondicional, de inocencia, honor, traición, abandono y conflicto agudo entre civilizaciones, el bígamo, frívolo y egocéntrico Pinkerton me produjo un rechazo visceral y mi empatía incondicional siempre estuvo con Cio-Cio San, la bella japonesita abandonada. Esta identificación con ella y su sufrimiento, con su belleza y con su honor avasallado fue un factor determinante en mi apertura a las virtudes de culturas muy distintas a las nuestras, pero de igual o mayor valor.
En este primer encuentro con un Japón no solo mítico, sino real y tangible, pude confirmar todos mis prejuicios. Es un país de una belleza natural extraordinaria, con sus montañas otoñales rebosantes de bosques de árboles rojos, amarillos y naranjados, copiosos ríos verdes y maravillosos pueblos bien conservados, enclavados entre las montañas. Sus ciudades, que despliegan una arquitectura creativa y desafiante de todos los moldes más tradicionales, destacan por ser vitales, ordenadas, limpias, donde nadie osaría botar un solo papel en la calle, con gente bien vestida, amable, silenciosa, respetuosa de los espacios públicos, y que, además, se desvive por ayudar al extranjero.
Es evidente que, tal vez producto de la síntesis entre sus religiones budista y sintoísta, han evolucionado en una cosmovisión que aboga por la armonía con la naturaleza y el respeto hacia los demás; que valora su cultura y la tradición, acepta las jerarquías, e incita a la armonía, no solo en sus artefactos culturales, sino también en la vida social y en comunidad, que respeta al otro, y donde se sacrifica, en cierto grado, la autonomía individual para preservar el bien de la colectividad. En los colegios se enfatizan la disciplina, la competencia y el rendimiento académico, pero los niños son también los encargados de la limpieza de patios, baños y salas y así aprenden a no ensuciar.
De allí surge también una ética del trabajo bien hecho, lo cual, desde la perspectiva occidental, aparece como un inaceptable sacrificio de ciertos aspectos de la vida personal en aras del bien laboral. Se trata, en suma, de un contraste brutal entre la tradición y la historia, por una parte, y la modernidad, la tecnología y la permanente innovación, por la otra. Sin embargo, queda la sensación de que se trata de un dilema bien resuelto, que logra integrar todos los elementos tanto en su religión y en su literatura como en el arte y en la gastronomía.
Es imposible no referirse a la gastronomía japonesa, tanto por preferencias personales y por la avasalladora influencia que ha tenido su expansión en Occidente como también porque es una parte esencial de su refinamiento cultural y una experiencia inolvidable. Se trata de presentaciones bellísimas, en pequeños platos de distintas porcelanas, de productos, especialmente pescados y verduras, siempre muy frescos de acuerdo a las estaciones, elaborados con precisión y delicadeza en una combinación de sabores nuevos y desconocidos.
Tal vez por influencia del sintoísmo, el concepto esencial de la cultura japonesa es la búsqueda de la belleza, expresada en múltiples y diversas representaciones artísticas desde la prehistoria hasta hoy, siempre con una elegancia sutil y constreñida, con pulcritud, sin desbordes de emociones ni excesos maximalistas y un importante énfasis en la espiritualidad.