En las descripciones que hace Van Gogh a Theo de un lienzo recién pintado usa un vocabulario muy simple, en el que priman las referencias a colores, y una sintaxis también sencilla. Advierto en ellas un empeño, alegre hasta la angustia, en trazar una equivalencia entre las imágenes visuales, pintadas o dibujadas, y las palabras. No son muchos los pintores que se atreven a este ejercicio. Por eso me gusta estudiarlas; trato de dar con las reproducciones de las pinturas o imaginar lo descrito por esas líneas.
Van Gogh tenía gran talento literario (lo dice Auden), era un lector voraz (Shakespeare, Flaubert, Balzac, Zola, Maupassant, Dickens, los Goncourt) y a menudo establecía unas extrañas analogías entre pintores y escritores (hay algo de Shakespeare en Rembrandt y de Delacroix en Víctor Hugo, señala, por ejemplo). Pero sus pinturas son superiores a las descripciones que hace de ellas, y también su prosa es más viva y original cuando reflexiona sobre el arte y los artistas en general o cuando relata episodios o pensamientos acerca de la vida; por ejemplo, cuando dice: “No sabremos decir nunca qué es lo que nos encierra, lo que nos cerca, lo que puede enterrarnos, pero sentimos, sin embargo, no sé qué barras, qué rejas, qué paredes”.
Hay descripciones, en cambio, en que la clave visual se centra en una comparación, símil o metáfora hecha con humor, inteligencia y sensibilidad. Así me seducen los artistas capaces de traducir en palabras o imágenes correspondencias impensadas que abren la realidad a perspectivas novedosas. No me refiero al símil meramente fantasioso, sino a aquel que coge con firmeza el hilo de las cosas, lo desanuda y lo vuelve a anudar. Yo (quizás sea esto la causa de esa admiración) las concibo encerradas dentro de una sola figura o situación, escapándoseme las distintas estructuras que palpitan en ellas. Los magos del describir desarman la envoltura de un objeto y lo convierten, con los elementos que estaban ahí pero no se veían, en otra cosa distinta que permanecía para uno hasta entonces alejada de la primera figura, ahora recubierta de otros ropajes, circunstancias y variaciones. Verla así reunida, restablecida en su nueva continuidad o parentesco produce el efecto de una revelación.
Una buena comparación hace cómplice al lector. Este cree reconocer como familiar aquella correspondencia que solo una aguda sensibilidad y observación y una imaginación superior han hecho inteligible. Quizás después de una vida entera pueda aspirar a descubrir un símil elegante e intensamente formulado. Por ahora me conformo con el goce de los que otros brindan.