Es un hecho que el “estallido social” de 2019, que dio paso a un proceso constitucional que se propuso redefinir las bases de nuestra convivencia, dejó huellas que están lejos de extinguirse. Las corrientes culturales y políticas que colocaron sus esperanzas en este movimiento fueron severamente derrotadas en el plebiscito de septiembre de 2022, y tras tragarse la frustración han debido adaptarse al nuevo escenario. Las fuerzas triunfadoras, las del “Rechazo”, sintieron haberse salvado de caer al precipicio, y no quisieran bajo ninguna circunstancia ser sometidas nuevamente a una experiencia semejante. Es parecido al sentimiento que se experimentó con el golpe de 1973: entonces, mientras unos huían y lamían sus heridas, otros se aseguraron de eliminar las condiciones que habían conducido al triunfo de Allende y la Unidad Popular. La diferencia es que unos y otros, esta vez, emplearon los medios de la democracia, lo que muestra que es enteramente falso que los pueblos no aprendan de su historia. La superación de la fractura de 1973 tomó décadas. La superación del quiebre de 2019, amplificado por las pandemias del covid y del crimen organizado, podría demandar un tiempo parecido.
De ahí que, contra lo planeado, al gobierno actual le ha tocado como tarea primordial la re-estabilización de Chile. La labor, empero, está lejos de terminar. Así lo revelan la obstinada desconfianza en las instituciones (la más baja de la OCDE, como lo revela un estudio reciente de esta entidad), la interiorización de la inseguridad y el porfiado estancamiento de la economía. El gobierno que venga tendrá la misión de clausurar el prolongado período de inestabilidad inaugurado el 2019: así, aunque sea de derecha, él será de continuidad con el actual. Convendría, entonces, no esperar hasta marzo de 2025 y buscar convergencias para realizar reformas que bajen la presión social y faciliten la gobernanza, y así evitar el calvario de los presidentes Piñera y Boric.
En días pasados los exministros Briones y Blumel han propuesto un pacto de desarrollo y gobernabilidad entre el oficialismo y las oposiciones. “No necesita abarcarlo todo —escribe el segundo—, pero sí lo fundamental para sacar al país del marasmo, con metas claras y estaciones bien definidas”. Para que este pacto sea factible, se requiere que ambas partes se deshagan de la miope ilusión de destruir al adversario; y al mismo tiempo, que abandonen la cantinela de “sacarlos al pizarrón”, como si alguien dispusiera de la superioridad moral para repartir certificados de legitimidad democrática. Esta es una de las huellas más dañinas del quiebre de 2019: seguir cobrando cuentas por agravios y conductas pasadas. Empleando el mismo rasero, Chile jamás habría reconstruido la democracia ni alcanzado los logros de los “30 años”.
Las elecciones municipales de octubre dieron nueva vida a la derecha tradicional, revirtiendo lo que parecía una fatalidad: el incontenible avance del Partido Republicano. Pasada la segunda vuelta de gobernadores, la derecha de Kast ha advertido en todos los tonos que retomará el camino propio de una oposición intransigente. Es su opción. Pero el panorama para Chile Vamos es ahora muy distinto. Una vez detenida la hemorragia de dirigentes y electores hacia los republicanos, está en condiciones de jugar nuevamente el papel que ejerció en la transición, quizás esta vez desde una posición de hegemonía.
Fue Patricio Aylwin quien instó al país a romper con el péndulo perverso del rencor y la reciprocidad, y sustituirlo por una atmósfera de benevolencia y concordia. Izquierdas y derechas lo aceptaron, dejando atrás sus dolores y sus miedos. ¿Por qué ahora no se podría intentar lo mismo para inaugurar otros 30 años de “progresión tentativa y preventiva”, para emplear las cuidadosas palabras de Bruno Latour”?