Una tarjeta postal que ha sobrevivido al perenne aluvión del escritorio atrae mi mirada. Es el fragmento de una magnífica pintura de Tiziano: dos mujeres —que parecen ser la misma— se apoyan en una suntuosa fuente de mármol en cuyo frente se observa un desgastado relieve de temas mitológicos. Una de ellas, la que nos mira, está enfundada en un vestido lujosísimo que puede ser seda o broccato. Sus manos van enguantadas. La otra, de semiperfil, está desnuda. De su mano alzada se abre una elegante túnica roja de pliegues agitados. Al centro un niñito hunde la mano en las oscuras y marchitas aguas de la fuente.
La pintura lleva el título de “Amor sacro y amor profano”, pero tengo dudas de cuál figura representa a cuál. Quizás movido por mi estado de ánimo, presiento que el pintor me invita a traspasar el primer plano y avanzar hacia el paisaje que se extiende a espaldas de las dos mujeres. Es el crepúsculo. El sol se ha puesto no hace mucho y aún enciende suavemente una franja de nubes en el cielo. Las penumbras se apoderan poco a poco de las cosas. Un encino —puede ser— opone su follaje denso de un pardo oscuro. Los arbustos en sombras del segundo plano dan paso a una colina que desciende hasta un amplio valle donde, junto a una laguna todavía iluminada, se alza una villa con su alta torre. Un par de jinetes cabalgan a lo lejos. Más al fondo aún, colinas azulosas diluyen el horizonte. Es inequívocamente verano. El ocre se mezcla a la luz y a las cosas. La atmósfera es sosegada y ni la más leve brisa agita las hojas y las hierbas maduras.
Pienso que las dos hermosas mujeres y sus amores fueron un pretexto para desplegar ese entorno. Allí, al reparo de la esplendorosa escena del primer plano, el pintor, como en varios otros cuadros suyos, plasmó el secreto sueño de un lugar que nos retenga como un seno amoroso.
“Bogamos —dice Pascal— en un medio vasto, siempre inciertos y flotantes, empujados de un extremo al otro. Cualquier cosa a la que creemos poder aferrarnos para tener una seguridad vacila y nos abandona; y si la seguimos escapa a nuestras manos, se escurre y huye en una huida eterna. Nada se detiene para nosotros. Este es el estado que nos es natural, aun siendo el más opuesto a nuestras inclinaciones. Ardemos en deseo de encontrar una tierra firme y una última base constante para edificar en ella una torre que se eleve hasta el infinito; pero todo nuestro fundamento se resquebraja, y la tierra se abre hasta los abismos”. Si en la vida la ley de Pascal es irrefutable, la obra de arte a veces contiene el lugar del sosiego, aquel que inmoviliza el vaivén y mueve a tenderse para contemplar la aparente quietud del aire sereno.