Desde mi departamento hay vista a un campo de fútbol muy bien tenido. No se divisa por completo, puesto que la vegetación circundante me impide ver buena parte de la superficie impecable del césped, pero con frecuencia aparecen allí grupos de jóvenes que mueven incesantemente el balón. De los arcos puedo notar uno solo, y únicamente hasta la mitad; del otro, nada. En ocasiones se juega de noche, especialmente en esta parte del año, bajo la luz de unos potentes focos.
En la oscuridad puedo permanecer allí largo rato, lamentando el momento en que cesa el juego y se apagan los focos. “Mañana tal vez”, conjeturo y deseo, porque siempre va a llegar algún grupo de jóvenes que devolverá la vitalidad a ese momento del día.
La cancha forma parte de un espacio mayor en el que hay varios jardines y que acoge la práctica de distintos deportes. Hay también gente mayor que juega a las cartas al aire libre o en un espacioso salón. Se come allí, y el desplazamiento de los comensales y personal de servicio produce una tolerable algarabía. En un espacio como este, todos los sentidos despiertan a la vez. A lo lejos, apenas audibles, se escucha la oquedad del sonido de las pelotas que mandan y devuelven los tenistas.
A veces consigo tomar café en ese lugar, mientras la brisa matinal circula por las mesas, levantando la punta de los manteles. Esa brisa trae consigo alguna de las promesas del siguiente verano, oliendo a flores y a café, mientras que el próximo invierno, como siempre, se parecerá no al amor, sino al dinero. Así lo dejó anotado Scott Fitzgerald, y cuando los personajes de “El gran Gatsby” se refugian del calor en una de las habitaciones del Hotel Plaza de Nueva York, la pesada fragancia que despiden los árboles cercanos se confunde con el tedio alcohólico de los personajes presentes en la novela.
El cineasta Luis Buñuel, que en la barra de ese mismo hotel solía tomar su martini de mediodía, contando las horas que faltaban para prepararse en casa su propio trago en horas de la tarde, tenía la idea de resucitar cada tantos años después de morir, dirigirse al quiosco más cercano, comprar la prensa del día y enterarse de lo que pasaba en el mundo, entre otras cosas, seguramente, de la cartelera cinematográfica del momento y de la estación del año en que se encontraba. Luego de cada breve excursión, pedía volver a su tumba, para resucitar de nuevo al cabo de algunos años.
Vuelvo al club, al campo de fútbol, a los jóvenes, a los viejos jugadores de cartas, a los tenistas, a los comensales del almuerzo, y al intenso aroma de las flores y el café, y es probable que esté lamentando no haber hecho nunca vida de club. Me agota el gregarismo, por acotado que sea a un lugar cerrado y no público, y nunca llené una solicitud de ingreso a ningún club de ese tipo. He preferido el retiro, proteger la individualidad, permanecer aparte, solo, mas no aislado.
¿Qué hemos hecho en esta algo inusual columna, mirar, ver u observar? Esos términos suelen emplearse como sinónimos, sugiriendo que haríamos una misma cosa o que ejecutaríamos una idéntica acción cada vez que miramos, vemos u observamos. Sin embargo, mirar es dirigir la vista a algo o alguien, mientras que ver es percibir aquello que antes hemos mirado, en tanto que observar consiste en examinar con atención lo que ha sido visto y mirado.
Y ahora con la explosión de la primavera, ¿qué hacemos? ¿Mirarla, verla u observarla?