Lo verdaderamente novedoso del estallido social fue, creo, la violencia. Ya entonces llevábamos años hablando de malestar (aquel informe del PNUD es de 1998) y de desigualdad (ella ya estaba en el eslogan de Ricardo Lagos). Años de desconfianza en las instituciones y una identificación partidaria que se desvanecía. Años discutiendo cómo reformar las pensiones (No+AFP nació en 2013) y preocupados por la salud (ha sido prioridad desde que el CEP tiene registros). Años, sobre todo desde 2011, debatiendo sobre nuestro modelo de desarrollo, tan exitoso en tantos sentidos y tan cuestionado en otros. Y años, claro, con una escalada de protestas (Somma, 2017).
Pero la violencia con fines políticos, a ese nivel, muchos no la habíamos visto. Ni siquiera sabíamos con qué ojos se miraría; teníamos poca experiencia y no se preguntaba, porque no era tema. Pero sucedió que el fuego se tomó el metro y, entonces, hordas de gente, con demandas diversas, llenaron las calles. Aunque ello no significara una adhesión explícita a esa violencia, sugirió, por lo bajo, poca reflexión sobre ella.
Motivos de descontento, como en muchas partes, había muchos: desigualdad, marginalidad, abusos, estancamiento, un Estado ineficaz y políticos indolentes. Pero no estamos hablando de una dictadura, sino de un país democrático que había recién elegido a su gobernante con buena mayoría en elecciones libres. Un país donde las instituciones, con el gradualismo propio de las democracias, hacían avances y donde, a la vez, la gente declaraba estar satisfecha con su vida y vivir mucho mejor de lo que vivían sus padres.
Esta novedosa violencia, que aún no acabamos de comprender, trajo consigo dinámicas nuevas. Tal vez haya desatado la incivilidad entre nuestros políticos —mal que mal, cuando se puede recurrir al fuego, ¿qué razones quedan para ser cordiales?—. Tal vez haya empujado a que los sectores extremos vieran aún menos sentido en los consensos. Tal vez haya generado una nueva división profunda. Las visiones sobre la violencia eran, de hecho, lo que más distinguía a los manifestantes duros de 2019, mucho más que otras cuestiones ideológicas (Cox, González y Le Foulon, 2024). ¿Seguirá la violencia jugando un rol tras estas dinámicas?
Hubo en todo esto un tinte generacional, también novedoso: antes de la crisis las encuestas políticas mostraban más similitudes por edad que diferencias. Pero en 2019, uno de cada 7 jóvenes (18-24) creía que “siempre” o “casi siempre” se justificaba participar de barricadas o destrozos como forma de protesta, cinco veces más que los mayores de 55 (CEP). ¿Habrá influido, así, la violencia, en el 36% que entonces afirmaba que la crisis había generado “mucha” o “bastante” tensión entre los jóvenes y los mayores al interior de su familia? ¿Persistirá un quiebre generacional, quizás detonado o amplificado por la violencia?
La adhesión implícita, pero masiva, hacia un movimiento gatillado por una violencia anónima resulta incómoda. Aun si sus resultados hubiesen sido positivos (es dudoso que lo sean), su origen violento incomodaría. Hoy, según la CEP, solo el 23% dice haber apoyado las manifestaciones de aquel octubre, cuando entonces el 55% lo hizo. Quizás, les cayó la cuenta de que había algo incómodo.