No lo vimos. ¿Lo vemos? Así titula Cadem un estudio que compara las apreciaciones sobre el “estallido” en octubre de 2019 y hoy.
La mayoría de los encuestados estima que sus consecuencias fueron negativas y condena la violencia que lo rodeó. No obstante, juzga que sus causas fueron justas y que respondió a un descontento generalizado. Solo un ínfimo segmento, identificado con la derecha, insiste con que fue un mero asunto de orden público provocado por grupos organizados. Si el “octubrismo” envejeció mal, la tesis de la “revuelta político-delictual” no lo ha hecho mejor.
A pesar del tiempo transcurrido aún se recuerdan las frases de autoridades aludiendo a “levantarse temprano”, “comprar flores”, “hacer vida social en las colas”, o al “bingo” y al “oasis”. Se encarna en ellas la mirada de una tecno-aristocracia impermeable a los grados de igualdad (si no material, al menos simbólica) alcanzados por la sociedad chilena con la expansión de la democracia, la educación y las redes sociales.
El “estallido” fue la actuación colectiva y anónima de una indignación acumulada frente a una élite endogámica y ensimismada, indiferente a los apremios y angustias de la población. Esta crisis de representación no era nueva: se había venido incubando desde a lo menos una década y media. En palabras del cientista-político Juan Pablo Luna, ella vuelve imposible la función básica de la democracia: “sincronizar las urgencias subjetivas de la sociedad con la temporalidad (más lenta) de las dinámicas institucionales de la política pública”.
El “estallido”, entonces, sirvió como un megáfono a través del cual millones de compatriotas salieron a expresar algo muy básico: “estamos aquí, véannos; no somos niños ni alienígenas, sino humanos adultos; no aceptamos vivir marginalizados en una periferia cruzada por autopistas que no utilizamos, ni bajo tierra hacinados en el metro”. Si para hacerse oír había que salir a las calles y hacer barricadas, o sumarse a marchas y manifestaciones, se hizo; y si había que respaldar o mirar para el lado cuando irrumpían los piquetes que atacaban a carabineros, saqueaban supermercados o destruían la infraestructura pública, también se hizo.
Los costos del “estallido” no fueron iguales para todos. En los barrios acomodados fue un espectáculo dantesco que se vio por televisión, no se vivió en forma directa. En las comunas populares, en cambio, fue una experiencia que derivó en la auto-amputación de bienes y servicios indispensables, como farmacias, supermercados, postas, edificios consistoriales, oficinas del registro civil, buses y el propio metro. El “estallido”, en este sentido, tuvo algo de un acto sacrificial dirigido a sensibilizar a quienes tendrían el control sobre un orden que gira sobre sí mismo sin dotar a la vida de un sentido; un sentido como aquel que antaño brotaba del relato modernizador (prosperidad, igualdad, emparejar la cancha), y aún mucho más profundamente, de la salvación que prometían las hoy desgastadas creencias religiosas.
¿Se escuchó ese grito agónico? Solo parcialmente.
Conmovidas y asustadas, las élites políticas y económicas se abrieron a cambios hasta entonces resistidos, pero esto duró solo hasta que se apagaron las movilizaciones. El proceso constitucional encendió nuevamente algunas expectativas, pero ellas también se extinguieron ante conductas y propuestas maximalistas que reanimaron el miedo al cambio. Al final todo quedó igual; o peor, por los costos del “estallido”, la pandemia, y más encima, de un mundo en guerra.
A pesar del descontrol y la violencia, el 18-O fue un acto comunitario y de esperanza, señala Cadem. Gran parte de la población declara haber participado, pero ello fue en vano, pues la vida desde entonces se ha vuelto más difícil. No es raro entonces que cunda el fatalismo y la desesperanza respecto de las posibilidades de cambio a través de una acción asociativa.
La explosión pública del 18-O dejó paso entonces a la implosión individual. El “estallido” se privatizó, lo que seguro influye en la pandemia de salud mental en curso. Pero ayer y hoy la demanda de la población es la misma: seguridad; seguridad ante la vejez, la enfermedad, el desempleo, y hoy en forma prioritaria, ante la delincuencia. Si las instituciones no actúan para responder a esta súplica, que nadie diga nuevamente que no se vio venir.
Eugenio Tironi