Hace 100 años nació José Donoso, el más destacado novelista de un país —el nuestro— que algunos han llamado “país de poetas”, como si quisiéramos subordinar la novela a la poesía.
Tal vez por eso hubo cierta resistencia a Donoso en Chile. En 1986 le negaron el Premio Nacional de Literatura, aunque se lo dieran, finalmente, en 1990. Creo haber pensado en esa época que esa preferencia por la poesía se debía a que suele ser más abstracta que la novela. Esta, al contrario, hurga en los detalles, a veces incómodos, de vidas individuales.
Justo lo que hace Donoso. Intrusear en lo más terriblemente privado, buscar esqueletos escondidos en sótanos, clósets, baúles; sacar a la luz todo lo que en esos tiempos preferíamos no reconocer. Es eso mismo lo que lo convierte en uno de los novelistas más originales de nuestra lengua, sea en sus inmensas y difíciles novelas totalizadoras o en las más cortas y accesibles.
La más memorable para mí es la más compleja y difícil: “El obsceno pájaro de la noche”, de 1970. Es una despiadada exploración de las tinieblas que subyacen nuestra imagen como país y como personas, entre ellas, las a veces tortuosas relaciones entre las clases sociales: por algo Neruda elogiaba la sensibilidad social de Donoso.
El epígrafe de la novela nos advierte de lo que viene. Es sacado de una carta que Henry James Sr. les escribe a sus dos hijos, Henry, el novelista, y William, el filósofo. “La vida no es una farsa”, les advierte. “Ni siquiera una gentil comedia”. Porque “el natural hábitat de quien pretende tener una vida espiritual es esa selva indómita en que resuenan el aullido del lobo y la cháchara del obsceno pájaro de la noche”.
La novela es irreductible, imposible de resumir. Para quienes no la han leído, me permito destacar lo que pienso es su eje central: el engendro de un monstruo por parte de una pareja aristocrática que lo tiene todo, y la decisión del padre de crear en su fundo un mundo poblado de monstruos para que su hijo no sepa nunca que él es anormal.
Al releer la novela hace poco, pensé en dos posibles antecesores: Dostoievski y Borges.
Dostoievski, por el aire carnavalesco en el fundo lleno de monstruos, también por el ambiente febril. En una carta a Carlos Fuentes, de enero de 1970, García Márquez comenta que le han dicho que la novela es colosal. “Lo creo”, agrega, con o sin ironía. “La neurastenia, cuando es de ese tamaño, tiene que servir para algo”. ¿Y por qué no? Dostoievski, epiléptico, adictivo, paranoico, más neurasténico que Donoso, sostenía que los personajes anormales eran los que más nos enseñaban de la condición humana.
En cuanto a Borges, está ese mundo de puras apariencias que se crea para Boy. El “debía crecer con la certeza de que las cosas iban naciendo a medida que su mirada se fijaba en ellas y que, al dejar de mirarlas, las cosas morían”, escribe el narrador. Imposible no acordarse de esos cuentos de Borges en que las cosas existen solo cuando alguien las ve. “Boy debía vivir en un presente hechizado, en el limbo del accidente... sin clave ni significación”.
Así es la novela entera: una cadena de accidentes, de extravagancias, de personajes que se mutan en otros, sin clave o explicación. Un caos de detalles que, como en una sinfonía, se juntan por lo sublime que es la escritura, que nos tiene, como Boy, en un presente hechizado.
Después de un largo período en el exterior, Donoso volvió a Chile en 1981. Su regreso fue un regalo. Fue muy generoso: reunió en su taller a novelistas jóvenes, como Fuguet, Contreras o Fontaine, con los magníficos resultados que conocemos. Para los que no nos atrevíamos a ser novelistas, estaba su brillante conversación literaria. Por cierto, no hablaba de Dostoievski o de Borges. Hablaba más bien de Proust, Henry James o Virginia Woolf. De ella hacía una observación que ilustraba la fina singularidad de sus percepciones: decía que ella había revolucionado la novela al introducir en esta el punto y coma.