Hoy se celebran los 75 años de la fundación de la República Popular de China. Fue un hecho que parecía definir el futuro del mundo: se volvía comunista (o marxista) el país y el Estado más antiguo de existencia continuada hasta el presente; parecía una fuerza incontrarrestable. Como las ilusiones son más fuertes que la realidad, solo representó una sucesión de sanguinarias ebriedades ideológicas.
Después de tres décadas de maoísmo vino el segundo sismo, su conversión en gran potencia en cuanto economía desarrollada y un Estado con vocación de impacto global. Como hecho fáctico, no tiene novedad, solo con el peligro latente en la historia de que estos cambios han ido asociados a conflictos devastadores para tantos a lo largo del globo. En un mundo donde las diferencias de tipo ideológico ya no tienen el protagonismo de antes, China —en esto “da penita”, como dicen los jóvenes, ver a nuestra izquierda radical ponerla como modelo—, en términos de sistema, representa el triunfo de Chiang Kai-shek, el líder nacionalista derrotado por Mao en 1949, antes que a los herederos de este.
China mantiene todavía grandes bolsones de pobreza —centenares de millones de personas— y a la vez nadie puede dudar de que entró plenamente en la categoría de país desarrollado, lo que no se puede decir de India, por gran potencia que esta sea. Se sitúa en la misma categoría de otras naciones confucianas, Japón, Corea del Sur y Taiwán (parte de una extendida nación china), con la diferencia de que, aun repeliendo el sistema marxista (no el nombre), también rechazó la democracia, escogiendo un autoritarismo radical, otra creación moderna.
En esquema análogo al nazismo, mantiene considerable libertad económica para la época junto con un control político que la asemeja al totalitarismo, y una posición de potencia revisionista del orden mundial. Esto para muchos suena bonito, de crítica a la hegemonía occidental. Los vecinos de China están atentos porque perciben la chichita con que se curan los entusiastas de su proyecto. Lo que hasta el momento diferencia a Beijing del Tercer Reich es que su política exterior hostil y de expansión de influencia no tiene el rasgo temerario del todo o nada de Hitler. Sin embargo, en vez de elaborar una estrategia de integrarse a una asociación con las democracias desarrolladas —como, por dar un ejemplo, sí lo hizo Turquía hasta volverse ambigua con Erdogan—, escoge la vieja treta de encabezar una polarización ante ellas, donde inevitablemente va a ser el peso pesado, si bien difícilmente podría ser un imperio mundial.
El logro del desarrollo, al igual que en su tiempo para Japón, pasó por una fase imitativa y, en el caso de Beijing, puede que la elusión sistemática del pago de patentes y del espionaje industrial haya sido parte de una planificación; con todo, el estatus de gran economía se debe a un extraordinario éxito propio. Los sobresaltos actuales son naturales a cualquier economía y a la constitución misma de la sociedad humana. El cordón sanitario en torno a China, del que participa la misma India, debería aprender lo del garrote y la zanahoria. No es imposible que, con el correr de las décadas, China también converja a un Estado de derecho moderno.
Chile, que por tantas razones tiene un interés básico en identificarse con las democracias desarrolladas, por tamaño y localización, no tiene que ser muy estridente al respecto, en labor de equilibrista, teniendo muy presente que nuestro vínculo económico con China es mayúsculo. Nuestra política de principios como democracia solo debe limitarse al continente americano, terreno más que suficiente para toda nuestra energía.