Me ha sorprendido ver que el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han acaba de publicar un libro sobre la esperanza. Lo ha titulado “El espíritu de la esperanza”. En sus libros anteriores, Han ha hecho un lúcido y crítico análisis de nuestro tiempo. Ha mostrado cómo la sociedad de la transparencia puede transformarse en la sociedad del control. Ha diagnosticado nuestra sociedad como una sociedad de la comunicación, pero no de la comunidad, una “sociedad del cansancio” en una era de la positividad (la del “like”) que, sin embargo, paradójicamente, aloja en su centro la depresión. En fin, uno pudiera pensar que la de Han es una mirada desesperanzada de nuestro mundo. Razones sobran para esa desesperanza: cambio climático, guerras fratricidas en distintos puntos del planeta, individualismo, un desarrollo de la tecnología sin bordes éticos, una pandemia de salud mental, especialmente entre los más jóvenes, etc. Quizás Han se ha dado cuenta de que, sin esperanza, lo humano no es posible, y que un intelectual con la tribuna que tiene él, tiene también una responsabilidad para evitar que la esperanza se extinga.
Gabriel Marcel, filósofo existencialista católico francés, dijo que en última instancia, estamos hechos de esperanza. No somos solo células y sinapsis, somos más que eso y, a veces, parecemos olvidarlo. De hecho, Han abre el libro con una cita de Marcel: “la esperanza es un afán y un salto”. Un salto: como la fe de Kierkegaard. San Pablo, en esa famosa Epístola a los Corintios, habla de la “fe, la esperanza y el amor”, la tríada esencial del cristianismo, y exalta al amor como la más importante. Poco se ha escrito sobre la más olvidada de las tres: la esperanza. El otro epígrafe del libro de Han es del poeta judío alemán Paul Celan: “mientras aún quede luz a la estrella, nada estará perdido. Nada”. Qué bello. Pienso en la estrella que acompañó a Dante en su viaje iniciático y la constelación de la Cruz del Sur que observó al mirar al cielo, al salir del Infierno y entrar en el Purgatorio. Hay que recordar que en el poema de Dante, a la entrada del Infierno, estaba escrita esta frase terrible: “dejad aquí toda esperanza”. Eso es el infierno finalmente: el lugar donde abandonamos la esperanza.
Paul Celan, el poeta de la cita de la estrella, padeció la desesperanza, como muchos poetas e intelectuales de su tiempo, cuando el horror se apoderó de Europa: él mismo terminó suicidándose, como Stefan Zweig, colosal humanista. ¿Contradictorio final para quien dijo que “nada estaría perdido” mientras brillara una sola estrella? El alma humana tiene tantas capas, y por eso hay que cuidarla y no dejar que se agote dentro de uno la fuente de la esperanza. La misma Violeta Parra escribió ese himno luminoso que es “Gracias a la Vida” en momentos de mucho dolor. Por eso mismo, creo que Han está apostando en este último libro por dar vislumbres de esperanza. Él distingue la esperanza de un optimismo ingenuo, tan limitado como el pesimismo.
“Hay que alentar la esperanza”, dijo en estas latitudes otro filósofo, un chileno, Jorge Millas, y en momentos muy difíciles de nuestro país. Los intelectuales, los filósofos a veces se solazan en la desesperanza, olvidando que tanta desesperanza puede condenarnos a construir una sociedad de la supervivencia. Han dice: “Merodea el fantasma del miedo (…) Solo la esperanza nos permitiría recuperar una vida en la que vivir sea más que sobrevivir. Ella despliega todo un horizonte de sentido, capaz de reanimar y alentar la vida. Ella nos regala el futuro”. Es lo que hace un poeta, René Char, resistente en una Francia ocupada, cuando en medio de las trincheras escribe: “ante el derrumbamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva al porvenir”. Los poetas son reservistas de esperanza. Necesitamos con urgencia —para ahuyentar al fantasma del miedo— disparar eso desde nuestras trincheras: salvas al porvenir.