Bernard Schlink, en su novela “La Nieta”, relata vívidamente el miedo que corroe a sus compatriotas, en especial a los nacidos y educados en Alemania del Este, ante los inmigrantes provenientes de Turquía y Oriente Medio. Temen, como algo inminente, que las iglesias y los crucifijos serán sustituidos por mezquitas y el masbaha, que el idioma alemán y la leberwurst serán suplantados por el árabe y el osbán, y desde luego, que la raza aria será contaminada por la sangre de otros pueblos. No hay evidencias ni razones que puedan contra este terror. Lo mismo en Estados Unidos, un país nacido de la inmigración, con un Donald Trump que gana votos acusando a los haitianos de comerse a las mascotas.
Hablando hace algunos años con un colega francés con credenciales progresistas sin tacha, me decía: “Ustedes en Chile han tenido suerte. Han captado una enorme masa de migrantes jóvenes atraídos por las oportunidades económicas. En Europa ellos fueron fundamentales para sostener la expansión económica de los fabulosos ‘30 años' de la posguerra. Igual en el caso de ustedes. Pero allá los recién llegados trajeron un idioma, una religión y unas costumbres enteramente diferentes a las locales. A pesar de los esfuerzos de integración, esto provocó un choque cultural que, en lugar de decaer, se reproduce y aun se acentúa en las nuevas generaciones. Aquí está la base de fenómenos como el Brexit y el crecimiento de la ultraderecha europea. En Chile, en cambio, no hay tal conflicto. Los recién llegados comparten con la población nativa el mismo idioma, la misma cultura, la misma religión (católicos o evangélicos), la misma historia de emancipación y de formación de los Estados, y prácticamente los mismos rasgos étnicos, donde predomina largamente el mestizaje. ¡Suerte la de ustedes!”.
Mi colega tenía razón. La inmigración reciente hacia Chile, donde alcanza actualmente aproximadamente al nueve por ciento de la población, viene casi en su totalidad de América Latina, con rasgos muy similares a los nuestros. Sin embargo, el temor y rechazo de los chilenos es comparable al europeo. De hecho, siete de cada diez compatriotas estiman que la inmigración ha sido negativa; nueve de cada diez le atribuyen el alza de la delincuencia y se declaran partidarios de elevar las restricciones de ingreso al país.
¿Qué hay detrás de la resistencia a una inmigración que es clave para nuestro desarrollo y que, a diferencia de la europea, prácticamente se confunde con la población local? La clave puede estar en una encuesta del CEP, que muestra que una amplia mayoría sostiene que “deben abandonar sus costumbres y tradiciones y adoptar las chilenas”.
Los migrantes llegados de Venezuela, Colombia o Perú —como ya se indicó— no trajeron consigo un nuevo idioma, o religión, o rasgos étnicos, como en Europa. Lo que sí trajeron consigo fue una forma diferente de relacionarse entre sí, y en especial, con la autoridad y los agentes del Estado. Trajeron consigo, para decirlo con Danilo Martucelli, su “individualismo ingobernable”, que en sus países de origen está mucho más afincado que en Chile, pues no pasaron por el tamiz de un Bello y un Portales; ni por la experiencia de dos guerras internacionales y una interna, que forjaron desde el siglo XIX un Estado fuerte y centralizado; ni por una larga república legalista y mesocrática que se financió con impuestos; ni por la revolución capitalista de corte neoliberal que se realizó tras 1973, ni por una transición democrática que la reformó sin partir nuevamente de cero.
En suma, lo que los inmigrantes trajeron en sus maletas y mochilas fue a esa Latinoamérica que Chile ha buscado con ahínco dejar a sus espaldas, en especial tras la revolución neoliberal de los años ochenta del siglo pasado. Quizás este sea el fantasma que se vislumbra tras el rostro del migrante, el cual es motivo de rechazo, y no sabemos si en algún escondido rincón del alma, de culposa fascinación por aquello que fuera reprimido pero que nunca ha dejado de existir.