Apenas un par de años atrás, dos tercios de los chilenos celebrábamos un Dieciocho enmarcado en el triunfo del Rechazo.
Ahora, tan poco tiempo después, seguramente la inmensa mayoría de nosotros nos acercaremos a las empanadas y al choripán, a la carnecita y al vino tinto, no lo neguemos, con una disimulada sensación de tristeza, con algún afán escapista.
¿Por qué? Porque —quién más, quién menos— experimentamos los efectos en nuestro ánimo de una gran derrota nacional. Quizás hemos oído de nuevo en estos días que “está pasando lo de siempre”, que la mugre que inunda casi todas (¿casi todas, solamente?) las dimensiones de nuestra vida nacional, es tan antigua como el detritus humano, que Valdés Cange y Encina, que Huidobro y la Mistral, que Jorge Prat y Gonzalo Vial nos lo han venido advirtiendo con tintas bien recargadas durante más de un siglo.
Pero esa reiteración no es ningún consuelo. Por el contrario, es la comprobación de que nuestros oídos, ¡nuestras almas!, se han resistido a tantas voces proféticas, a tanta evidencia incontrastable.
Justamente el día en que las noticias develaban “todo aquello”, o sea, “más de lo mismo” o “lo peor de lo de siempre”, me correspondía hacer una clase sobre un texto de Octavio Paz. “Itinerario” se llama el libro, terminado por el Nobel mexicano en enero de 1993.
Y volví a leer para los alumnos, como tantas veces antes, estas palabras dramáticas para el Chile de hoy: “En las sociedades democráticas modernas los antiguos absolutos, religiosos o filosóficos, han desaparecido o se han retirado a la vida privada; el resultado ha sido el vacío, una ausencia de centro y de dirección; a este vacío interior, que ha hecho de muchos de nuestros contemporáneos seres huecos y literalmente desalmados, debe agregarse la evaporación de los grandes proyectos metahistóricos…”. ¿Puede describirse mejor, con mayor profundidad y exactitud, el drama septembrino de esta pobre Patria nuestra, en palabras de un agnóstico confeso?
Sin duda hay quienes creen que de la crisis de lo que llaman “neoliberalismo” surgirá una nueva y perfecta sociedad socialista. Otros sabemos que esa opción ha sido lo peor de lo mismo: dirigentes aún más desalmados, masas aún más vacías de toda referencia moral.
No es cuestión de sistemas, dejémonos de engañiflas. Por eso, el propio Paz termina su libro de modo tan dramático como consistente: “El mal es humano, exclusivamente humano; pero no todo es maldad en el hombre; el nido del mal está en su conciencia, en su libertad; en ella está también el remedio, la respuesta contra el mal; esta es la única lección que yo puedo deducir de este largo y sinuoso itinerario: luchar contra el mal es luchar contra nosotros mismos; y ese es el sentido de la historia”.
Llevamos años, décadas, quejándonos de los abusos, de los acosos, de la corrupción, de la colusión, de la delincuencia… ¡de la maldad humana! Pero pretendemos torpemente solucionar los graves problemas contenidos en esa crítica constante y que se expresa en un lenguaje moral, con reformas meramente jurídicas o institucionales. Absurdo.
Y lo más absurdo es que se sabe que ese empeño es… absurdo, pero como siempre hay quien descalifica la solución radicalmente moral, entonces el temor paraliza, o el poder que se posee aconseja no ir a fondo, y todo queda en el mundo de las reformas institucionales. Absurdo, porque el mal no está ahí; a lo más se expresa superficialmente ahí.
Las búsquedas que Octavio Paz sugiere en su libro —porque no son necesariamente soluciones— consisten todas en el imprescindible esfuerzo, intelectual y vital, por recuperar y fortalecer la virtud, porque cuando “se debilita, crece el río de la sangre”, nos dice Paz.