Se anuncian nuevos días feriados a lo largo del país, uno para cada región. En un país con exceso de ellos, se quiere recargar incrementarlos, prorrateándolos por región. Si hasta el momento no celebran uno, tendrán que inventar como sea una fecha para poder efectuarlo. ¿Será necesario? Lo político, lo económico y lo social son los rasgos más inmediatos y apremiantes de una sociedad, sobre todo la moderna. Por cierto, falta la otra parte de la experiencia vital, lo simbólico, la celebración, la fiesta incluso, sin la cual el mecanismo organizativo de la vida, Estado y sociedad termina girando sobre sí mismo como máquina sin alma que no dice nada a nadie. Esta esfera, que roza lo mágico y lo numinoso, quizá lo trascendental, no es algo que se pueda inventar o fabricar. Es lo que, entre otros bienes, constituye una patria y no solo un país.
Se pretende decretar feriados según cada región, supongo como forma ideal de fortalecer su autoestima e identidad. Es de rigor preguntarse si las fechas propuestas concitan ya algún tipo de celebración, de recuerdo, de cultivo de algún tipo de conmemoración en esas regiones. De por sí, además, no pocas regiones en sus límites administrativos construyen actos bastante artificiales, lo que es inevitable. Más importante, es de sospechar que la mentalidad y finalidad que está detrás de este proyecto es del tipo que afirma mucho que toda realidad cultural es “inventada” o “construida”; solo se podrían mejorar las perspectivas de vida si se deconstruye lo existente. Es la tentación extrema de lo moderno.
Es un tono solo aparentemente menor de poner en acción esta idea el que pueda proponerse cambiar las tradiciones del país, lo que es muy distinto a innovar. Tal cual fue el modernismo en arte, cuando avanzó a sus últimos absurdos destruyendo toda noción de referencia que pueda valer, con lo que se erosiona o aniquila la base misma de la posibilidad de arte. Tradición e innovación se requieren mutuamente; la una no puede existir sin la otra.
En el caso que comento, los feriados regionales, amén de originar un caos práctico a tantos chilenos en sus actividades cotidianas cuando se mueven, a veces sin saberlo, de una región a otra, al parecer el cambio se quiere compensar con la abolición del Día de la Raza, el 12 de octubre, de por sí algo borroso hoy por hoy. Para alejar toda sospecha, que no se olvide que, cuando se instauró hace más de 100 años, por “raza”, para efecto de pueblos hispanoparlantes, se comprendía algo no muy distinto a como ahora se emplea el concepto de “cultura”, en parte para diferenciarse con orgullo de la América anglosajona, y no tenía la connotación “racista” tal como se la entiende hoy. El pertenecer a la que es quizás la segunda lengua universal de nuestro mundo —detrás del inglés— y ser parte de la experiencia cultural y social del mundo iberoamericano así como del ibérico es parte genuina de nuestra identidad. Algo que pensar en Fiestas Patrias.
No se trata de una digresión, sino que del corazón del asunto. Uno sospecha que se está todavía obnubilado por la utopía retrospectiva de la pequeña tribu autónoma, sentimiento tan potente en la modernidad, que sueña con desmantelar el Estado nacional. Concediendo que podría haber excepciones, es lo que denuncia el afán por “construir” o “inventar” —en este caso, bien empleadas las palabras— efemérides no genuinamente sentidas ni menos cultivadas en la mayoría de ellas. En vez de ello, ¿no se debería desarrollar una política de integración nacional de manera que, idealmente, hasta el último punto habitado de Chile se experimentara como lo más natural de la vida el ser parte de un país?