La propuesta para terminar con el famoso CAE (Crédito con Aval del Estado) está en la puerta del horno. Sin entrar en ninguna consideración de índole normativa, la propuesta que “se está socializando” sugiere que el riesgo de quemarnos es alto. El asunto tiene muchas aristas económicas, y todas apuntan en la dirección equivocada. Veamos.
La mitad de la deuda estudiantil está en manos de los bancos y la otra mitad, en manos del Estado. Si estos fueran créditos normales, sacar a los bancos —como es la promesa— requiere comprar esa deuda, por lo que el fisco debería desembolsar cerca de 6 mil millones de dólares para, simplemente, pasar a ser el único acreedor.
El problema es que esta deuda es especial. Y no porque sea estudiantil, sino porque está avalada por el Estado y porque está llena de morosos, que aumentan todos los días, como consecuencia del irresponsable discurso de condonación masiva. La famosa ley del “Chao Dicom” —aprobada en 2020 para no informar deudas estudiantiles— validó la idea de que pagar es para losers, y la promesa de perdonazo universal fue el broche de oro. Así, aunque la deuda en manos de los bancos nunca se pague, el fisco deberá comprarla igual. La otra mitad, en manos del Estado, no hay que recomprarla, sino solo esperar que se extinga. En suma, una pérdida potencial para el fisco de casi 12 mil millones de dólares.
Este hoyo no es fácil de llenar. Para incentivar el pago de los que ya tienen deuda, se tendría que ofrecer una súper oferta, casi tan buena como no pagar. A estas alturas, es muy difícil generar tal mecanismo de manera creíble. ¿Quién preferiría pagar si la alternativa de hacerse el leso es factible, no tiene costos y, para algunos, digna de orgullo?
Además, el golpe en la línea de flotación a la deuda estudiantil tiene consecuencias significativas sobre el sistema que reemplace al CAE. Para que no sea gratuidad de facto, el nuevo sistema apunta a que las transferencias fiscales a las universidades para pagar los aranceles sean financiadas con un impuesto al trabajo, donde aquellos a los que les va bien deberán pagar los préstamos de quienes les va mal o simplemente desertaron. Sin la figura del impuesto, es difícil que voluntariamente los graduados paguen después de que se ha validado el default. Y peor aún, para que las transferencias no crezcan mucho, se limitaría el arancel que las universidades pueden cobrar a los alumnos con crédito. Así, las universidades no serán libres de fijar sus precios ni tampoco de definir libremente sus cupos.
Al parecer, para cumplir con la promesa de campaña hay que aceptar un cuantioso hoyo fiscal, distorsionar el mercado del trabajo con más impuestos y afectar gravemente el funcionamiento del sistema de educación superior. Demasiado daño para ser cierto.