Los usos y costumbres que rigen en una sociedad son variables en el tiempo y en el espacio. Lo que es moralmente justo en un lugar, puede no serlo en otro. Y lo mismo en variabilidad temporal: la moral puede a veces responder a estándares éticos muy estrictos y en otro momento, relajarse hasta la proximidad de la inmoralidad; a veces, en ciertos ámbitos o instancias de la vida social, la moral es severa, y en otros, campea la permisividad. Siempre ha sido así y esa misma veleidad ha impulsado desde muy antiguo y de modo permanente a una reflexión sobre la moralidad, a un ejercicio constante del pensar acerca de lo bueno, lo verdadero y lo justo, acerca de cuáles son las conductas virtuosas, acerca de qué significa lo bueno y lo malo y de qué depende su verificación. La reflexión ética ha pensado también el hábito, esa suerte de arraigo de la virtud (o el vicio) en la naturaleza humana. Esta reflexión, que se lleva a cabo en la filosofía, desde distintos fundamentos, busca acaso dotar de firmeza y claridad a un área que la mera utilidad y el interés espúreos transforman en penumbrosa e inestable.
Un ejemplo: un buen amigo me regaló hace poco el texto de Cicerón “De la amistad”, en una estupenda traducción y comentario de Patricio Domínguez. Comparándolo con otros tratados filosóficos sobre el mismo tema, agrada el espíritu pragmático del romano, que tanto se detiene en cuestiones abstractas como en una pormenorizada casuística, dando abundantes ejemplos prácticos de cómo debe entenderse la amistad y cuáles son sus límites, disponiendo su pensamiento a partir de ellos. Piensa Cicerón que la amistad es la mutua benevolencia que practican almas nobles. Quizás la idea que cascabelea con mayor fuerza es cómo depende y se nutre la amistad de la virtud. La amistad es el fruto natural de esta. Todavía más, el ámbito de la virtud en el cual se detiene con mayor detalle es la virtud pública. No hay amistad verdadera que se enfrente al bien de la república. Cicerón tiene especial conciencia de cómo las relaciones individuales pueden deteriorarse en perjuicio del bien público. Y no es porque esos lazos se quiebren, sino, al contrario, cuando se hacen más estrechos, generando lealtades que desbordan la virtud.
Con todo, creo que la sociedad chilena se halla sana moralmente. Las encuestas que miden la opinión pública, que se han dado a conocer recientemente, son aplastantemente lúcidas y condenatorias de las conductas que perturban nuestra vida social actual. Los casos parecen ser aislados y concentrados en su podredumbre pública.