Le escuché decir a alguien, así al pasar, el otro día, al comentar las consecuencias que traerá el tan bullado caso Audio: “Se jodió Chile”. Y estuve a punto de sumarme a esa afirmación (razones para estar decepcionado y escandalizado hay muchas), pero luego me contuve cuando recordé algo que le escuché hace mucho tiempo a Sergio Muñoz Riveros, un columnista y analista muy crítico y lúcido de la realidad chilena: “¡Hasta cuándo dicen que se jodió Chile, Chile no se jodió!”. Me sorprendió ver su indignación ante todos los que se hacen eco de una frase que tiene su origen en una afirmación de un personaje de la novela de Vargas Llosa “Conversación en la catedral”. Uno de los personajes, el pesimista Santiago, hace esa afirmación mientras (cito a Vargas Llosa) “mira la avenida Tacna sin amor: automóviles, edificios desiguales, esqueletos de avisos luminosos, flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?”.
Subrayo la expresión “sin amor”. Cuando el amor por lo propio, por el país, desaparece, es fácil caer en un pesimismo catastrófico y casi querer que todo se vaya al carajo. Me rebelo internamente contra ese pesimismo categórico y, a pesar de que camino muchas veces por calles tan grises y de “edificios tan desiguales” como la Lima que observaba Santiago, algo me hace decir: “No, Chile no se jodió”. Cuesta, claro, después de escuchar las últimas noticias, resistirse a ese pesimismo, pero algo me dice que hay que rebatirlo, no para caer en la autocomplacencia y en la relativización de hechos que son graves, sino porque ese pesimismo impide ver todos los recursos de resiliencia que nuestro país tiene y que valdría la pena cada cierto tiempo reconocer y relevar. El caso de las fundaciones y el caso Audio han explotado con poco tiempo de distancia entre ellos. Han sido dos revelaciones que han minado la confianza, que instalan la sospecha y la decepción, pero lo que no pueden es socavar nuestras reservas de esperanza.
Se pudo haber jodido una parte de la élite, una parte de las fundaciones, del gremio de los abogados y una parte de la clase política, pero ellos no son Chile. Hoy está crujiendo una parte de nuestra institucionalidad, ha sido tocado en su centro ni más ni menos que el Poder Judicial, y por supuesto que hay que encender las alarmas y hay que llegar hasta el fondo de la caja de manzanas podridas, pero no toda la caja está podrida ni hay que tirarla a la basura. Estamos viviendo hace tiempo una desertificación moral de nuestro país: darnos cuenta de eso ha sido doloroso, pero también sano. Pero en Chile existe el fenómeno del desierto florido y quisiera ver en ese milagro natural una metáfora de todos aquellos brotes verdes que pueden estallar, incluso en condiciones adversas extremas. Hay muchas cosas que hemos hecho muy mal como país, pero también otras en que lo hemos hecho bien y estamos haciendo bien.
Chile cuenta con recursos internos, recursos morales, muchos de los cuales se encuentran en nuestro pueblo (que ha dado sobradas lecciones de resiliencia en momentos de catástrofe), pero también en una parte de nuestra élite. Conozco a muchas personas que están trabajando duro todos los días por sacar adelante, y con amor, el país. Emprendedores, gente del mundo de la cultura y la educación, policías que arriesgan sus vidas todos los días en la calle por resguardar la seguridad, profesores de zonas rurales que se la juegan por sus niños con épica, mujeres que sostienen solas sus familias con una sonrisa en los labios, a pesar de las adversidades. Todos ellos, discúlpenme los pesimistas, no se han jodido. Si repetimos la frasecita esa una y otra vez, corremos el riesgo de que se haga realidad. Tengo la esperanza de que el shock del caso Audio movilizará los tejidos sanos del país y convertirá la legítima indignación en reconstrucción. Reconstrucción moral y política. Sería el mejor regalo que podemos hacerle a Chile en estas Fiestas Patrias.