En abril de 1909, un joven estudiante de derecho de la Universidad de San Petersburgo envió una carta a su admirado León Tolstói, quien la respondió meses después.
En su misiva, el estudiante se confesó desconcertado. Estaba repasando un libro de teoría del derecho, en el que se sostenía que este —el derecho, no la moral— juega un papel preponderante en la regulación de la conducta humana y en la educación de los jóvenes. El estudiante reconoció ser un admirador de Tolstói y de los “ideales morales de la humanidad, en particular el amor al prójimo”, pero no pudo conciliar ese planteamiento con lo que el joven se encontraba leyendo en ese momento, señalando que una formulación de la moral “como factor medular no solo desconoce la vida en sociedad, sino también el desarrollo individual de los seres humanos”. Me parece controvertible —añadió— que una afirmación como esa conceda “al ideal moral de la humanidad un papel tan exclusivo en la orientación de todo obrar humano”.
Tolstói entendió el derecho como un instrumento de dominación del que se valen los poderosos para sojuzgar a los más débiles. “Derecho —denunció el escritor— no es sino la justificación más escandalosa de los actos de violencia que unos pocos cometen contra otros…”, “haciendo pasar por justicia acciones crudísimas y en máxima medida reñidas con la moral, como saqueos, actos violentos y asesinatos”. Cuando las leyes resultan ventajosas para los poderosos, estas se cumplen escrupulosamente —comentó—, “pero no bien empiezan a serles desfavorables, inventan otras que les parezcan necesarias”.
No menos crítico con el derecho que con la llamada ciencia del derecho —argumentó también su contradictor—, “apenas ha habido algún otro sector en el que la desfachatez, mentira y necedad hayan alcanzado tal grado”. El derecho y su enseñanza no educan, desmoralizan, y, citando a Kant, hizo suya la siguiente imputación: “la verbosidad en los altos centros de enseñanza es frecuentemente solo un consenso para rehuir mediante juegos semánticos un problema de difícil solución”. Es sabido que Tolstói fue estudiante de derecho y que abandonó sus estudios por considerar que los saberes jurídicos eran una “patraña…”, “un oficio no solo ocioso y embrutecedor, sino también dañino y desmoralizante”.
Tolstói exageró. Los principales actores jurídicos —legisladores, jueces, juristas, abogados— suelen recibir abundante y justificada mala prensa, pero hay que cuidarse de las generalizaciones y no intentar cubrir a todo un colectivo, cualquiera que este sea. El ejercicio de las profesiones debe ser mejorado, si bien para eso se requiere la práctica de la siempre difícil autocrítica. Lo que abunda entre los actores jurídicos es la crítica implacable a un solo sector o parte de ellos —a veces los legisladores, en otras los jueces, a menudo los abogados—, mientras el sector que hace una crítica unilateral se refocila en la autocomplacencia. Ya sabemos que con los políticos pasa exactamente lo mismo y que mientras la crítica se extiende sin límites a sus rivales, ella prácticamente desaparece tratándose de la autocrítica.
Aprovechemos lo que queda para celebrar los 300 años del nacimiento de Kant y su lúcida distinción entre el derecho y la moral, un aporte que resultó fundamental para superar el largo y ominoso tiempo en que esos órdenes anduvieron confundidos, sumando también a ambos, para mayor confusión, la religión.
Atendidos los tiempos que corren y la corrupción que cunde entre algunos operadores jurídicos, creo que, y al revés de lo sostenido por Tolstói, se puede confiar más en el derecho que en la moral. Esos dos órdenes no se excluyen, pero una buena conducta es más habitual cuando nos están mirando. Distraídos ambos, la moral lo es más que el derecho y la conciencia que la justicia.